El asunto García Ortiz: el juicio que rompe el Estado y revela la crisis institucional de España

El asunto del fiscal general del Estado no es solo un episodio judicial, es un terremoto institucional. El juicio contra Álvaro García Ortiz ha abierto una grieta que ya nadie sabe cómo cerrar. Bajo las togas y discursos de circunstancia, se está escenificando una batalla entre los tres poderes del Estado español, con el gobierno actuando como juez, parte y abogado a la vez.

El espectáculo es de una obscenidad democrática insólita.

En pleno juicio, el presidente Sánchez declara públicamente la inocencia del acusado. No habla de una «presunción de inocencia» -como lo haría cualquier jefe de ejecutivo que respetara mínimamente la división de poderes-, sino de una inocencia absoluta, anticipando la sentencia y poniendo la mano sobre la balanza judicial. La ministra portavoz, Pilar Alegría, repite la proclama como un eco de partido. Solo la ministra de Defensa, juez de profesión, tuvo la prudencia institucional de mantenerse en el marco democrático.

Bruselas se calla, como si la degradación institucional española fuera un mal menor.

Esta intromisión política en un proceso judicial no ha provocado ninguna reacción relevante de la UE. Los estándares democráticos, al parecer, varían según el país observado. Bruselas se calla, como si la degradación institucional española fuera un mal menor.

Mientras, en Madrid se vive una escena de vodevil: el fiscal general, acusado, se sienta en el banquillo de los procesados ​​mientras es defendido por la propia Abogacía del Estado —el órgano que debería defender al Estado ante los tribunales, no a sus acusados. La Fiscalía, subordinada a él, actúa de facto como abogado defensor. El resultado es una parodia judicial que haría reír si no fuera porque erosiona los últimos restos de credibilidad institucional.

El choque más visible es el que enfrenta a la Fiscalía y la Abogacía del Estado con el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Balas responsable de la investigación. Esta Policía Judicial, de naturaleza militar y más impermeable a las órdenes políticas, representa hoy la resistencia de una estructura que aún se debe a la ley y no al gobierno. Su enfrentamiento con los representantes legales del Estado evidencia lo que ya todo el mundo sabe: en España, la fidelidad institucional se ha sustituido por la lealtad partidista.

Cada tertulia es una trinchera y cada opinador, un soldado con megáfono.

El ciudadano que intenta comprender qué ocurre se encuentra ante un laberinto mediático. Si lee El Mundo o ABC, García Ortiz es culpable antes de empezar el juicio. Si abre El País o La Vanguardia, es inocente por definición y víctima de una conspiración conservadora. En TVE, la culpa recae en el Partido Popular y Ayuso; en La Sexta, quizá incluso en Mazón. Cada tertulia es una trinchera y cada opinador, un soldado con megáfono.

En Reino Unido, el máximo responsable de un medio público abandona el cargo por haber manipulado imágenes y desvirtuado un reportaje sobre Trump. En España, una televisión pública puede falsear narrativas durante años sin que nadie responda. La razón es sencilla: la BBC rinde cuentas frente a autoridades independientes; RTVE, frente al gobierno. Y esto lo explica todo.

Los medios privados tampoco escapan de esa lógica. Las páginas de publicidad institucional del Gobierno de Sánchez —y en Cataluña, del PSC de Illa y el Ayuntamiento de Barcelona— son la correa de transmisión económica que condiciona líneas editoriales. Subvención a cambio de silencio o benevolencia. Periodismo de saldo.

El Congreso es hoy un escenario vacío donde el gobierno actúa por inercia, sin mayoría, sin presupuestos, sin proyecto.

Mientras el poder ejecutivo desmonta el equilibrio institucional, el legislativo se desmorona. Junts ha anunciado que no aprobará ninguna ley más, y lo escenificó ayer en el Congreso, Miriam Noguera incluso con duros calificativos personales a Sánchez, que se puso de perfil para mantener la ficción. La legislatura, de hecho, está ya liquidada. El Congreso es hoy un escenario vacío en el que el gobierno actúa por inercia, sin mayoría, sin presupuestos, sin proyecto. Entraremos pronto en el tercer año sin cuentas aprobadas: una anomalía que, en cualquier democracia europea, habría provocado elecciones inmediatas. Aquí, no.

Sánchez no puede convocar elecciones porque todas las encuestas -salvo las del CIS- indican que las perdería. Y perder, para él, equivale a desaparecer. Así, mantiene el poder como un prestidigitador que sostiene un castillo de naipes mientras todo a su alrededor se derrumba.

Pero la economía no espera. La supuesta expansión española se sostiene gracias al maquillaje estadístico que proporciona la inmigración masiva: más población, más PIB aparente. Mientras, los salarios reales pierden poder adquisitivo y, según la AIREF, se estancarán en el 2027.

Cáritas alerta de que la renta garantizada solo llega a una de cada tres familias pobres con hijos. La juventud cobra un 30% menos que la generación de sus padres y el problema de la vivienda ha estallado como bomba social.

Todo ello configura una democracia agotada, un país gobernado por la inercia y el miedo. El miedo a perder el poder, a mirarse al espejo y descubrir que detrás de la fachada de progreso solo hay precariedad, clientelismo, presumiblemente corrupción y desconfianza, mucha desconfianza y amargura.

Necesitamos elecciones. No por ningún fervor partidista, sino por higiene democrática. Pero el presidente prefiere la permanencia en el servicio público, el control a la verdad, el relato al rigor. Es su estilo: gobernar sobre las ruinas con una sonrisa y pedir elecciones… en Valencia. Cínico hasta el final.

El Estado español se ha convertido en su propio acusado. #GarcíaOrtiz #Justicia #CrisiInstitucional Compartir en X

 

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