La era Trump, el triunfo de los descontentos

El éxito histórico de Trump en el cruel conflicto de Gaza define por si solo una presidencia, sobre todo ante los desastrosos precedentes demócratas; la inanidad de Biden ante Israel, y el abandono de consecuencias terribles de Siria por parte de Obama, Nobel de la Paz cuando tenía tres incursiones militares en curso a los nueve meses de su mandato.

Trump ya ha hecho historia como la hizo Reagan. A ambos les une la terrible furia y menosprecio con que fueron tratados por una gran parte de los medios de comunicación europeos, no por su legado -Regan es visto como de los buenos presidentes de nuestro tiempo- sino por el hecho de ser conservadores.

Trump es un actor político personalísimo, esto está fuera de dudas, pero sería irracional no atender a los que realmente representa, la gran alianza que ha articulado.

El fenómeno político que rodea a Donald Trump va mucho más allá de su figura. El trumpismo —como ya lo llaman los analistas— no es un simple sector del Partido Republicano, sino una alianza heterogénea de descontentos que ha transformado las bases del conservadurismo estadounidense. En lugar de un bloque ideológico coherente, el movimiento que lo apoya es una coalición populista, nacionalista y antiestablishment, unida por un mismo impulso: la rebelión contra las élites políticas, mediáticas y culturales de Estados Unidos.

La nueva coalición populista

El núcleo duro del trumpismo lo forman obreros blancos rurales y de clase media baja que alguna vez votaron demócrata. Proceden del llamado Rust Belt, el cinturón del óxido, devastado por la desindustrialización. Son trabajadores que vieron cerrarse las fábricas, perderse los empleos y romperse el sueño americano. Para ellos, Trump encarna una revancha: promete devolverles la voz frente a un sistema que consideran manipulado por banqueros, tecnócratas y burócratas globalistas.

A su lado, se agrupan los conservadores religiosos —evangélicos y católicos— que ven en Trump un defensor de sus valores frente a la “dictadura cultural” progresista. Su apoyo fue decisivo en su primera victoria: tres jueces conservadores en el Supremo y la histórica anulación de Roe vs. Wade son logros que estos sectores le atribuyen como prueba de su compromiso.

El movimiento también acoge a los nacionalistas y anti-globalistas, herederos del paleoconservadurismo de Pat Buchanan en los años 90. Rechazan las guerras exteriores y defienden la soberanía nacional frente a organismos como la ONU o la OTAN. Ven en Trump un líder que ha devuelto la política exterior a un realismo brutal y transaccional.

A ese bloque se suma una parte de los libertarios desilusionados y del viejo Tea Party, que desde 2009 protestaban contra los rescates financieros y el “Estado profundo”. No todos coinciden con su proteccionismo, pero comparten la desconfianza hacia Washington, las agencias federales y lo que consideran un aparato burocrático divorciado del ciudadano.

Y, en los márgenes digitales, están los jóvenes de la derecha alternativa (alt-right), nacidos en foros y redes sociales, que mezclan ironía, provocación y memes con un discurso de identidad nacional. No controlan el movimiento, pero sí influyeron decisivamente en su difusión en 2016. Su “guerrilla cultural” dio a Trump un lenguaje y una estética populista inédita.

Por último, está la vieja guardia republicana, que al principio lo resistió, pero acabó rindiéndose a la evidencia: la base del partido era ya trumpista. Gobernadores, senadores y think tanks conservadores han adaptado su discurso para sobrevivir al huracán naranja.

El trumpismo no surge de la nada. Se alimenta de varias tradiciones históricas del conservadurismo americano, aunque las reinterpreta a su manera.

Primero, el conservadurismo clásico de Barry Goldwater (1964), que defendía la libertad individual y la reducción del Estado. Trump mantiene la desconfianza hacia el gobierno, pero rompe con el libre comercio y el internacionalismo liberal.

Luego, el reaganismo de los años ochenta, que unió liberalismo económico, patriotismo y moral cristiana. Trump conserva el nacionalismo económico, pero sustituye el optimismo de Reagan por un discurso de agravio y confrontación.

Más cercana es la influencia del populismo de Buchanan y Ross Perot, que en los noventa denunciaban el TLCAN, la inmigración y la pérdida de soberanía. Aquella retórica anti-élite fue un ensayo general del trumpismo.

El Tea Party, nacido contra Obama, aportó la energía de base: ciudadanos hartos de impuestos, rescates y burocracia. Su retórica anti-Washington y su uso de las redes prepararon el terreno para la explosión digital del trumpismo.

Y por debajo de todo late una tradición más antigua: el nacionalismo jacksoniano, que desde el siglo XIX exalta al hombre común, el patriotismo y la desconfianza hacia las élites. Trump, en esa genealogía, sería una versión contemporánea de Andrew Jackson: un outsider autoritario, plebeyo y orgullosamente antiintelectual.

El estilo antes que la doctrina

Más que una ideología, el trumpismo es un estilo político. No hay una doctrina sistemática, pero sí un hilo conductor claro:

  • Nacionalismo económico: “Buy American, hire American”.
  • Desconfianza hacia el globalismo: rechazo a tratados comerciales, migración e instituciones internacionales.
  • Identidad cultural: defensa de la “América real” frente al progresismo urbano.
  • Comunicación directa: redes sociales, mítines, lenguaje simple, emocional y combativo.
  • Autoridad fuerte: culto al líder, sospecha de las instituciones y preferencia por el orden frente al consenso.

El movimiento que respalda a Trump ha sustituido la derecha del “mercado libre y valores familiares” por otra más nacionalista, populista y emocional. Su lema ya no es la libertad, sino la pertenencia; no el equilibrio institucional, sino la voluntad de poder.

Su fuerza proviene de un malestar social real: desigualdad, crisis de identidad, pérdida de estatus y desconfianza en la política. Pero también de una narrativa eficaz: la idea de que hay un “ellos” (las élites globales) que roba el país a un “nosotros” (la América olvidada).

Trump no inventó ese malestar, pero lo convirtió en identidad política. Y aunque desapareciera mañana, el movimiento que lo sostiene —la “rebelión de los descontentos”— ha llegado para quedarse.

Reagan prometía esperanza. Trump promete venganza. Y millones de votantes lo prefieren así. #PolíticaUSA #Trump Compartir en X

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