¿Y si la Renaixença del siglo XIX —en términos históricos, como quien dice, hace cuatro días— hubiera sido una excepción? Un espejismo. Un resurgimiento cultural y lingüístico primero, seguido de una voluntad política explícita, el catalanismo, que no fue más que un breve alzamiento contra una tendencia de fondo: la de la desaparición de un pueblo.
Un pueblo -una comunidad nacional- dotado de conciencia propia: de lengua, derecho, historia, tradiciones, moralidad colectiva. Un pueblo que, por estas razones, siempre se ha afanado por autogobernarse, que se reconoce en una comunidad de memoria y de vida.
¿Y si esa llamarada del siglo XIX, esa Renaixença, no hubiera sido el comienzo de una nueva etapa, sino el último reflejo de un mundo que ya se apagaba?
La pregunta no es menor, aunque quede fuera de la agenda política y mediática —como tantas otras cosas que la realidad desmiente todos los días. En Converses, nos guiamos por los hechos, y los hechos son estos: la dinámica demográfica catalana apunta hacia un ahogamiento acelerado. Entre 2035 y 2040, Cataluña habrá dejado de ser, en términos históricos significativos, el país que conocemos.
El cambio demográfico: la sustitución silenciosa
Las estadísticas más recientes de 2025 son claras: la proporción de población nacida fuera de España en Cataluña ha alcanzado niveles nunca vistos. Hoy viven más de 2 millones de personas nacidas en el extranjero, el 25% de la población catalana. Una de cada cuatro personas del país no ha nacido en el.
En Barcelona ciudad, la cifra aún es más contundente: 612.529 residentes, un 35,4% del total. Más de uno de cada tres barceloneses ha nacido en el extranjero. Es necesario diferenciarlo de la nacionalidad: muchos inmigrantes han adquirido la ciudadanía española, especialmente latinoamericanos. Si solo nos fijamos en la nacionalidad, minimizamos la realidad. El dato desnudo, el que importa, es este: ya hemos traspasado todos los límites históricos .
En Cataluña, una de cada cuatro personas ha nacido fuera. En Barcelona, más de una de cada tres.
Es la transformación más profunda y acelerada que ha vivido el país en siglos.
Un país que se deshincha por dentro
Al mismo tiempo, Cataluña sufre un déficit vegetativo crónico: mueren más personas de las que nacen. Desde 2018, el saldo natural es negativo. La pandemia de 2020 profundizó el bache (–21.320 personas), y en 2023 el saldo todavía era de –13.445.
Según el Idescat, entre 2024 y 2035 Cataluña perderá a unos 120.000 habitantes por causas naturales, más defunciones que nacimientos, año tras año.
Esta pérdida solo se compensará con inmigración. Y lo hará de forma espectacular: para llegar a los 9 o 9,5 millones de habitantes en el 2035, será necesario entre uno y un millón y medio de inmigrantes netos.
El resultado es previsible: la población con condición de inmigrante pasará del 25% actual al 30–32% en 2035. En algunos tramos de edad, la mayoría ya es foránea: casi la mitad de los adultos de 25 a 40 años han nacido fuera, y en Barcelona más del 53% de los hombres jóvenes.
En pocos años, el catalán se convertirá en una lengua exótica y geriátrica dentro de su propia capital.
La ideología de la extinción
A esta realidad se le añade una cultura dominante que parece trabajar contra la continuidad del mismo pueblo.
La hegemonía progresista en el país ha convertido el aborto en bandera moral, la familia numerosa en sospechosa, y la maternidad en un lujo o un problema.
Entre las mujeres más jóvenes, un 30% de las milenniales se declaran bisexuales, y la inestabilidad relacional hace aún más difícil la formación de familias.
En cambio, entre la población recién llegada -sobre todo de tradición musulmana o africana- esta cultura de la extinción no existe. Sus tasas de natalidad y su tejido familiar siguen sólidos.
No hace falta ser un genio para prever la Cataluña «kaput» de 2040, porque ningún partido político, ninguna fuerza, afronta esta realidad de manera integral.
Algunos —como Aliança Catalana— se concentran en criticar el islam, pero su propia ideología es igualmente antinatalista y antifamilia.
Sin traspaís, sin reserva
La situación actual es peor que en otras épocas de decadencia.
En el siglo XVIII o XIX, cuando la cultura catalana estaba arrinconada en las clases populares, todavía había un traspaís rural, una reserva de lengua y tradición viva, que acabaría sirviendo de base para la Renaixença.
Hoy esto ya no existe. No hay traspaís, ni grosor social exclusivamente catalán. El grosor del país ya se configura, mayoritariamente, sobre el castellano.
Y existe otro elemento determinante: la composición de la inmigración.
España recibe hoy una inmigración fuertemente hispanoamericana, plenamente asimilable al proyecto español. Incluso VOX, que se opone a la africana o magrebí, defiende la “Iberosfera” como horizonte político.
El gobierno español, por su parte, ve la inmigración como un motor económico inmediato, porque hace crecer el PIB aunque la renta per cápita empeore. Así, no existe ningún incentivo para contener los flujos migratorios; por el contrario, se fomenta la dependencia.
La soledad final
Como tantas otras veces en su historia, Cataluña vuelve a estar sola. Pero esta vez hay una diferencia terrible: no es solo Madrid quien nos ha abandonado —son también los propios partidos catalanes, que, en aras de la modernidad, han renunciado a la continuidad de su pueblo.
Una de cada cuatro personas en Cataluña ha nacido fuera. En Barcelona, una de cada tres. El cambio demográfico ya está aquí #Catalunya #Inmigración #Demografía Compartir en X