Barcelona, ​​la ciudad de las esperanzas perdidas

Hay ciudades que mejoran a base de oficio y constancia; Barcelona, ​​sin embargo, parece especializada en perder puntos de calidad de vida con una eficacia escrupulosa. El Ayuntamiento de Collboni ha convertido el arte de gobernar en la práctica del titular. Entre anuncio y anuncio, la ciudad se deshilacha. El vecino se marcha -por precio, por cansancio, por pérdida de referencias- y lo que queda adquiere una textura extraña, como si el barrio ya no fuera su barrio, sino un decorado para alquilar.

La piel de los barrios se deshilacha

El turismo, omnipresente, ya no se detiene en la postal. Invade pendientes y cordales —incluso en el Carmel— y coloniza la vida cotidiana con un derecho de admisión tácito: quien vive todo el año se adapta o se va. El segundo grupo acomodado es el visitante de larga duración, el “expat” que puede pagar lo que el vecino no puede. El tercero, paradójico y triste, es el que se extiende con una regularidad implacable: la gente que malvive en la calle. Hay zonas de miseria a la vista de todos, y nadie parece tener la llave de la cerradura.

Mientras, el comercio que hacía barrio —el horno con memoria, la mercería con conversación, el taller que te arreglaba el mundo y la bicicleta— baja la persiana. En su lugar, franquicias intercambiables, bares sin raíz y supermercados de 24 horas de contabilidad misteriosa. El barrio, que era una comunidad, se convierte en un intercambiador: mucha rotación, poca vida compartida.

Movilidad de desenfreno

La ciudad no ha logrado normas de convivencia mínimas entre peatones, bicicletas, patinetes y coches. A veces, atravesar un paseo es una prueba atlética. El vehículo privado se ha convertido en enemigo público número uno, sin que el transporte metropolitano ofrezca una alternativa digna y fiable. Decir que vivir a 40 o 50 kilómetros “es como vivir en Barcelona” es autoengañarse: la movilidad real lo desmiente todos los días. El Área Metropolitana —que debería ser el espacio del sentido común— es un rompecabezas donde cada pieza va a la suya.

Gobernar es priorizar (y aquí no se prioriza)

El alcalde gobierna con 10 concejales de 41 y acumula reprobaciones en el pleno. El mecanismo democrático permite que la crítica no tenga ninguna consecuencia práctica: una reprobación es una carta a los Reyes. Mientras, la política municipal se concentra en el calendario de eventos -festivales, congresos, orgullos, espectáculos- mientras se aplazan los deberes básicos: limpieza, seguridad de proximidad, vivienda asequible, mantenimiento del espacio público y una economía urbana que no dependa del monocultivo turístico.

El urbanismo, en vez de ordenar, hace de escaparate. El caso del proyecto museístico en el antiguo Cine Comedia —con la idea de elevar un volumen desmedido— es sintomático: más icono, menos ciudad. Barcelona no necesita más fuegos artificiales; necesita luz de trabajo.

El AMB que no lidera

Un alcalde de Barcelona es, quiera o no, el primer gestor metropolitano. Aquí, el liderazgo se ha desvanecido. La expulsión silenciosa de familias hacia primera y segunda corona, sumada a la constante llegada de nueva población, ha tensionado todos los servicios. No se pasa de seis a ocho millones de habitantes en Cataluña —con el grosor en el entorno barcelonés— sin un serio plan de infraestructuras, vivienda y servicios sociales. No se ha hecho, y el resultado es el colapso intermitente: escuelas llenas, CAPs saturados, transporte insuficiente, calles sucias.

Inmigración y cortoplacismo

La inmigración puede ser buena noticia si se integra con sentido del bien común. Cuando se utiliza como maquillaje estadístico del PIB y como mano de obra barata para alimentar a sectores dependientes del turismo, lo que se obtiene es precariedad y conflictividad. Este es el punto donde estamos: un malestar que no nace de las personas, sino de la falta de política. Gobernar es anticipar; aquí se ha optado por improvisar.

La oposición ausente

Hacer oposición al Ayuntamiento es difícil —los focos mediáticos son escasos—, pero aún lo es más si se confunde con leer un texto en el pleno y marcharse a comer. Sin proyecto, sin calle y sin constancia, la oposición es una sombra. Barcelona sufre un alcalde de titular y unas alternativas que no lo creen. El ciudadano se mira y se desdice: la ciudad le queda cada día más lejos.

Qué habría que hacer (ayer)

  1. Contener el turismo con límites reales: moratoria limpia de alojamientos turísticos, controles efectivos de apartamentos y redistribución de flujos.
  2. Vivienda para quedarse: movilizar parque vacío, promoción pública y cooperativa, incentivos a alquiler asequible y penalización de la especulación.
  3. Barrio es comunidad: protección del comercio de proximidad, criterios de licencias que preserven identidad y servicios básicos a escala humana.
  4. Movilidad fiable: pacto metropolitano para reforzar Cercanías/FGC/Bus exprés, ejes verdes con orden (no jungla), distribución de mercancías sensata.
  5. Seguridad y civismo: Guardia Urbana de barrio, presente y accesible; y una política de limpieza que pase de campaña a rutina.
  6. Gobernanza seria: presupuesto orientado a resultados, indicadores públicos por barrio, y rendición de cuentas trimestral. Menos “días de” y más trabajo.

Barcelona no necesita un relato; necesita disciplina. Menos foto y más destornillador. La ciudad que supo hacer de la grisura un estilo —y del trabajo, orgullo— todavía está a tiempo de reencontrarse. Pero hace falta alguien que gobierne para quienes viven, no para quienes pasan por allí.

Los barrios no son franquicias: proteja el comercio de proximidad o perderemos la ciudad. #ComercioDeProximidad #Barris #Barcelona #Turismo Compartir en X

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