La credibilidad democrática de un gobierno no es una abstracción teórica: se sostiene sobre un conjunto de principios, instituciones y prácticas que garantizan que el poder se ejerce legítimamente, con respeto a los derechos fundamentales y con participación efectiva de la ciudadanía. Es crucial tener presente cuáles son estos requisitos.
1- Legitimidad de origen
Todo comienza con la legitimidad de origen: contar con una mayoría estable en el Parlamento, no solo en el momento de la investidura. Este requisito se cumple hoy, pero de forma muy deficiente: ya vamos por el tercer año consecutivo sin que se aprueben los Presupuestos Generales del Estado. Se trata de un indicador insólito y muy grave.
España dispone de un sistema electoral formalmente democrático, pero la fragmentación política y la dependencia de pactos con fuerzas minoritarias —algunas de ellas con agendas abiertamente contrarias al orden constitucional— han debilitado la percepción de legitimidad democrática del Gobierno. La ciudadanía percibe que el poder no siempre responde a la voluntad general, sino a intercambios opacos y oportunistas.
2- Legalidad y respeto al Estado de derecho
El Gobierno debe actuar conforme a la Constitución y las leyes, sin arbitrariedades. Es esencial respetar los derechos y libertades individuales, garantizando su protección efectiva por parte de tribunales independientes.
Sin embargo, reformas como la amnistía, el intento de modificar el acceso a la carrera judicial y a la función pública, el comportamiento del Tribunal Constitucional de mayoría gubernamental, o el mantenimiento del Fiscal General del Estado pese a estar imputado por el Tribunal Supremo, han sido interpretadas por amplios sectores como una injerencia en el poder judicial. Esto erosiona la separación de poderes y el principio de igualdad ante la ley, generando una percepción de impunidad para determinados grupos afines al Ejecutivo.
3- Separación de poderes y control institucional
La democracia requiere contrapesos efectivos entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Deben existir órganos de control autónomos —como el Tribunal de Cuentas, el Defensor del Pueblo o la Junta Electoral— que fiscalicen la acción del gobierno.
En la práctica, asistimos a una ocupación partidista de instituciones clave: desde el CIS hasta RTVE, pasando por la Fiscalía General del Estado, el Tribunal Constitucional, el Banco de España o incluso grandes empresas como Telefónica. Esta politización generalizada socava la confianza pública y reduce la credibilidad de las decisiones institucionales.
4- Transparencia y rendición de cuentas
Una democracia sana exige acceso público a la información sobre la gestión gubernamental, y mecanismos de rendición de cuentas —política, judicial y social— que permitan evaluar y sancionar la mala gestión, la corrupción o los abusos de poder.
Pese al discurso oficial de transparencia, han aflorado escándalos de corrupción, clientelismo y tráfico de influencias (caso Koldo, contratos de mascarillas, vínculos familiares con negocios subvencionados), sin que se hayan depurado con claridad las responsabilidades políticas. Un hecho tan grave como la gestión de la Covid-19 nunca ha sido sometido a escrutinio parlamentario ni ha generado una verdadera rendición de cuentas.
En su lugar, se ha impuesto el blindaje mediático y la polarización como forma de evitar responsabilidades.
5- Pluralismo y libertad de expresión
La libertad de prensa y de opinión es garantía de un debate público abierto y crítico. Una sociedad civil libre y diversa debe poder organizarse y expresar sus demandas sin obstáculos.
Aunque formalmente hay libertad de prensa, el Gobierno subvenciona a medios afines y utiliza la publicidad institucional como instrumento de presión indirecta. Además, leyes como la de “memoria democrática” y el discurso hegemónico en educación y medios restringen el pluralismo ideológico.
Se consolida una hegemonía cultural e ideológica que margina o estigmatiza el disenso. Esta intromisión se extiende incluso a litigios privados, como ha mostrado el reciente caso de Juana Rivas.
6- Eficacia en la gestión pública
La legitimidad también depende de la capacidad del Gobierno para dar respuesta a las necesidades básicas de la población: servicios públicos, seguridad, justicia y cohesión social. La ineficiencia o el clientelismo, aunque no violen la legalidad formal, erosionan la legitimidad democrática.
El Ejecutivo mantiene tasas elevadas de desempleo juvenil y pobreza infantil; ha permitido que el acceso a la vivienda y la inmigración masiva se conviertan en problemas estructurales; no existen políticas familiares dignas de ese nombre en comparación con la media europea; y los servicios públicos esenciales (sanidad, educación, justicia) se deterioran.
Los salarios apenas crecen, no hay políticas que impulsen la productividad, y la renta per cápita respecto a la media europea está estancada. Al mismo tiempo, se priorizan agendas ideológicas y clientelares en lugar de políticas estructurales. Todo ello acentúa la desafección ciudadana y la polarización política.
7- Coherencia ética y liderazgo moral
El comportamiento ejemplar de los dirigentes es clave para mantener la confianza ciudadana. El abuso de poder, la corrupción o la instrumentalización partidista de las instituciones generan desafección y deslegitimación.
La ausencia de autocrítica, el uso del poder judicial como herramienta política y el desprecio por los valores constitucionales compartidos han deteriorado gravemente la credibilidad moral del Ejecutivo. La figura del presidente y su entorno está cada vez más asociada a un estilo autorreferencial, polarizante y alejado del interés común.
Los casos escandalosos de corrupción contribuyen al descrédito del Gobierno y de la política. La mentira electoral, convertida en “cambio de opinión”, como la califica el propio Sánchez, destruye la credibilidad institucional necesaria.
La credibilidad democrática del Gobierno no está en entredicho solo por cuestiones de legalidad formal, sino por una pérdida profunda de legitimidad ética, institucional y cívica. Las instituciones no son inclusivas, y como resultado, su funcionamiento es deficiente. Y sin instituciones sólidas, los países fracasan, también en lo económico. Lo explican con claridad Daron Acemoglu y James A. Robinson en Por qué fracasan los países.
Sin regeneración institucional, sin recuperación del respeto al Estado de derecho, y sin un liderazgo comprometido con el bien común, la democracia española corre el riesgo de convertirse en una fachada vacía. Solo la convocatoria electoral constituye una condición necesaria —aunque no suficiente— para iniciar la reparación institucional. Porque solo una sociedad civil más activa y comprometida podrá garantizarla.
¿Puede sobrevivir una democracia sin separación de poderes ni rendición de cuentas? España es un caso de estudio #CrisisDemocrática Compartir en X