Nos enfrentamos a una encrucijada histórica. No se trata de convocar quimeras ni de agitar fantasmas ideológicos, sino de asumir con serenidad, firmeza y responsabilidad democrática, la necesidad de regenerar el sistema político desde su raíz: la ciudadanía.
La caída del país al puesto 46 en el Índice de Percepción de la Corrupción 2024 —el peor en tres décadas— no es una anécdota estadística, sino un síntoma alarmante de deterioro institucional. Con una puntuación de apenas 56 sobre 100, España se sitúa en el furgón de cola de la Unión Europea, superada por economías tradicionalmente más vulnerables y empatada con países cuya madurez democrática ha sido, hasta ahora, cuestionada. Y todo esto antes que estallaran los escándalos de este año.
“en España, lo anómalo no es la corrupción, sino que se descubra”
El informe de Transparencia Internacional es contundente: estancamiento legislativo, inacción ante las directrices comunitarias y la ausencia de una estrategia integral contra la corrupción. Pero el problema va más allá de leyes incumplidas o mecanismos mal calibrados. Lo que se evidencia es la consolidación de un sistema donde la corrupción no es una disfunción esporádica, sino un patrón estructural. Como denunció el periodista Joaquín Estefanía, “en España, lo anómalo no es la corrupción, sino que se descubra”.
Los casos recientes —desde el escándalo Koldo hasta los contratos opacos en infraestructuras públicas— no son más que la punta visible de un iceberg que ha erosionado el principio básico del Estado de derecho: la igualdad ante la ley.
La partitocracia ha sustituido a la democracia representativa, y los partidos políticos gestionan las instituciones como dominios personales. El Gobierno de Pedro Sánchez, lejos de revertir esta dinámica, la ha profundizado por voluntad de dominio. Ejemplos como la colonización del Tribunal Constitucional, el uso instrumental del CIS o el nombramiento discrecional de altos cargos ilustran un modelo donde el mérito y la neutralidad administrativa han sido desplazados por la lealtad partidista.
El politólogo Guillermo O’Donnell lo advirtió con claridad: “La democracia no consiste solo en votar, sino en que el poder pueda ser efectivamente controlado por la ciudadanía”. En España, ese control ha sido sustituido por un sistema de cuotas y repartos entre élites partidarias.
La corrupción estructural no se limita a sobresueldos o favores ilícitos; se manifiesta en la captura de los resortes del Estado por redes clientelares, en el uso del presupuesto público como botín y en la imposibilidad práctica de exigir responsabilidades. Según el Eurobarómetro, un 58% de las empresas españolas identifica la corrupción como un obstáculo para operar, frente a una media del 34% en la UE.
La historia enseña que donde no hay límites al poder, la decencia se convierte en excepción y no en norma.
Frente a esta situación, urge reconstruir una ética pública basada en la virtud cívica. Pero no basta con la moral individual: es imprescindible articular reformas concretas, de aplicación inmediata. La reciente comparecencia del presidente del Gobierno en el Congreso —tan celebrada como intrascendente— evidenció la renuncia del poder político a emprender cambios reales. La historia enseña que donde no hay límites al poder, la decencia se convierte en excepción y no en norma.
En este contexto, resulta iluminadora la experiencia reformista de los Estados Unidos a comienzos del siglo XX. Fue gracias a la presión combinada de un periodismo combativo —con obras como La vergüenza de las ciudades de Lincoln Steffens o La jungla de Upton Sinclair— y una sociedad civil movilizada, que surgieron mecanismos como la iniciativa legislativa popular, el referéndum vinculante o la revocación de mandatos. Estas herramientas reequilibraron el sistema y devolvieron el control del poder a los ciudadanos.
España necesita, con urgencia, un impulso similar. Las propuestas son claras: separación efectiva entre los cargos políticos y la administración técnica, profesionalización basada en méritos, nombramientos por mayorías cualificadas en instituciones clave, cumplimiento efectivo de los preceptos constitucionales, mecanismos reales de rendición de cuentas y transparencia, y formas de participación directa como el referéndum o la revocación del mandato.
eliminar las subvenciones automáticas a los partidos políticos y sustituirlas por un modelo de financiación a través de la declaración del IRPF
Incluso podría contemplarse una medida revolucionaria y simbólica: eliminar las subvenciones automáticas a los partidos políticos y sustituirlas por un modelo de financiación a través de la declaración del IRPF, permitiendo a los contribuyentes evaluar y apoyar directamente a las formaciones que consideren dignas de su respaldo.
Sin embargo, toda reforma necesita de un punto de partida organizativo. La convocatoria de una Conferencia Cívica para la Regeneración Política podría constituir ese primer paso, con una agenda inicial centrada en tres objetivos concretos:
1- Exigir la convocatoria de elecciones generales como condición indispensable para inaugurar un nuevo ciclo democrático.
2- Promover un manifiesto dirigido a la ciudadanía que reivindique el ejercicio de la soberanía popular.
3- Definir una hoja de ruta basada en la acumulación gradual de fuerzas cívicas, con metas definidas y etapas precisas.
Hannah Arendt lo expresó con lucidez: “El poder pertenece al pueblo solo mientras este se mantenga organizado”. La regeneración política no vendrá del sistema que ha contribuido a degradarla, sino de una sociedad civil que recupere su voz y su capacidad de acción. Si no somos nosotros, ciudadanos libres y responsables, quienes impulsemos ese cambio, nadie lo hará en nuestro nombre.
La corrupción no es una anomalía del sistema, es el sistema. Es hora de una #RegeneraciónPolítica impulsada por la sociedad civil. #España #CorrupciónEstructural Compartir en X