El poder del homosexualismo político

Ya debe haberlo notado. Para la política y los grandes medios de comunicación el matrimonio homosexual no existe. Lo que hay es el matrimonio igualitario. ¿Pero entonces el matrimonio «normal» en términos estadísticos, el de toda la vida entre un hombre y una mujer que es? No es igualitario, claro, porque entonces se confundirían.

En la permanente guerra por la palabra, el feminismo de género y el poder homosexual están ganando otra batalla que consagra la superioridad implícita del matrimonio homosexual porque es entre iguales y consagra la esencia de la desigualdad entre hombres y mujeres cuando se casan.

El gobierno español ha decidido nombrar un embajador para el “colectivo” LGTBIQ+.  ¿Por qué, a que viene ese extraño reconocimiento?

Durante las últimas semanas hemos vivido bajo una saturación mediática y publicitaria en torno al Día del Orgullo LGTBIQ, celebrado el 28 de junio, que alcanzó su punto más alto precisamente en esa fecha.

Hasta entonces, instituciones públicas como el Gobierno español, la Generalitat, la Diputación de Barcelona y el Ayuntamiento barcelonés ya habían llenado numerosas páginas con anuncios promocionales. Sin embargo, llegado el día señalado, la publicidad se multiplicó en portadas y contraportadas completas. Y sus banderas tribales ondeaban en los edificios públicos con el mismo rango que las del país.

Lo que inicialmente era un día dedicado al orgullo se ha transformado en semanas enteras de actos y celebraciones. En el caso concreto de Barcelona, bajo el liderazgo del alcalde Jaume Collboni, se ha extendido incluso a todo un mes. Las bibliotecas gestionadas por la Diputación no han dudado en sumarse activamente, exponiendo libros y desplegando banderas temáticas de forma prominente.

Cabe preguntarse por qué ciertos colectivos, cuya única característica común es vivir sus relaciones afectivo-sexuales de un modo muy particular, reciben un tratamiento privilegiado por parte del Estado, casi como si constituyeran una nación dentro de otra, con símbolos, leyes y privilegios exclusivos. Todo ello a pesar de la evidencia de que si estas conductas sexuales específicas, homosexuales, bisexuales o queer, se generalizaran, la continuidad misma de la sociedad estaría comprometida.

La homosexualidad, la bisexualidad y la transexualidad, junto con la perspectiva de género, se han convertido en verdaderas doctrinas de Estado en España, especialmente en Cataluña, así como en diversos países europeos. Aunque, paradójicamente, en Estados Unidos y en otras naciones europeas comienzan a observarse señales de retroceso en estas políticas.

Resulta llamativo que esta ideología sea considerada parte del acervo comunitario por la Comisión Europea presidida por Ursula von der Leyen, cuando históricamente jamás lo ha sido. Igualmente,  sorprende que setenta diputados europeos, ministros españoles, el alcalde de Barcelona y la exalcaldesa Ada Colau, se manifiesten en Budapest como si se tratara de una cuestión esencial para la humanidad, cuando nunca han mostrado semejante compromiso con crisis como la de Gaza.

La respuesta a estas contradicciones, que implican malgastar recursos públicos escasos y establecer nuevas doctrinas morales desde un Estado supuestamente neutral en esta materia, solo puede encontrarse en el reconocimiento y análisis de lo que debe denominarse «homosexualismo político». Sin este concepto resulta imposible entender nuestra realidad actual.

El homosexualismo político es aquella ideología que pretende transformar instituciones, leyes, mentalidades y fundamentos sociales para desplazar la concepción antropológica basada en el hombre, la mujer, los hijos y la familia, sustituyéndola por otra que presenta la homosexualidad, la bisexualidad y la transexualidad como opciones deseables para el conjunto social. Para ello no duda en modificar, fomentar, y, si fuera necesario, imponer por medio de sanciones legales, un nuevo imaginario colectivo. De ahí que todo dinero, ley y favor sean sobrantes para conseguir tal propósito.

En los siglos XIX y XX, el principal conflicto social estuvo determinado por el modo de producción, así como por sus implicaciones y consecuencias económicas, políticas y sociales. Sin embargo, en el siglo XXI esta cuestión ha perdido centralidad, desplazándose el interés hacia el modo de vida: cómo se entiende y define lo que significa ser hombre y ser mujer, cómo se configuran las relaciones entre ambos, y qué valor se atribuye a los vínculos personales y familiares. Es una característica esencial de la sociedad desvinculada, que de paso sirve para explicar, porque una de sus consecuencias es el crecimiento de la desigualdad económica en Occidente.

En el siglo XXI, el gran conflicto en Occidente ha dejado atrás las disputas económicas del siglo XX centradas en el modo de producción, y se ha trasladado al ámbito del modo de vida. Este conflicto actual, conocido como “guerra cultural”, involucra dimensiones antropológicas, morales y políticas mucho más profundas.

El modo de vida dominante, individualista, emotivista y centrado en la sexualidad subjetiva, ha redefinido las prioridades políticas, culturales y sociales en Occidente. Al transformar deseos personales en identidad política y moral obligatoria, ha creado profundas fracturas en el tejido social, amenazando tanto el bienestar general como la estabilidad antropológica tradicional.

La ausencia de debate racional y la imposición institucional de esta ideología profundizan aún más la crisis actual, haciendo urgente una reflexión crítica sobre el rumbo adoptado.

Para la política y los grandes medios de comunicación el matrimonio homosexual no existe. Lo que hay es el matrimonio igualitario. ¿Pero entonces el matrimonio entre un hombre y una mujer que es? Compartir en X

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