En tiempos de polarización política, burocracias hipertrofiadas y creciente dependencia del Estado, conviene volver a las fuentes que reivindican el papel insustituible de la sociedad civil como protagonista del bien común.
Una de estas fuentes es la doctrina social cristiana, que nos recuerda que la comunidad política no debe absorber a la sociedad civil, sino servirla y sostenerla. Esta visión encuentra una profunda resonancia en el pensamiento de Jacques Maritain, filósofo francés del siglo XX, especialmente en obras como Humanismo integral y El hombre y el Estado .
Lejos de ser un debate académico, esta cuestión toca el corazón de los dilemas contemporáneos: ¿puede una sociedad sostenerse si todo se delega al Estado? ¿Tiene el ciudadano espacio para la acción libre y responsable en medio de una cultura que idolatra la seguridad y la intervención estatal? ¿Puede florecer el tejido comunitario en un clima de sospecha?
Más allá del Leviatán
Maritain se anticipó a estos desafíos al subrayar que el Estado moderno corre el riesgo de convertirse en un Leviatán secularizado, que centraliza el poder, uniformiza a la sociedad y convierte al individuo en un engranaje dependiente. Para evitar esta deriva, propuso un modelo de “democracia personalista”, en el que la autoridad política actúe como garante del bien común sin suplantar la creatividad social. Hay que reivindicar este principio: «la comunidad política existe para la sociedad civil, y no al revés».
Este principio se concreta en varios aspectos fundamentales:
- El valor de la sociedad civil, entendida como un entramado de relaciones libres —familias, asociaciones, escuelas, comunidades religiosas, gremios, etc.— que dan forma a la vida común.
- El primate de la sociedad civil, que implica que la comunidad política debe reconocer, proteger y fomentar estas realidades, en lugar de suplantarlas o dirigirlas desde arriba.
- La aplicación del principio de subsidiariedad, según el cual las instancias superiores solo deben intervenir cuando las inferiores no pueden por sí mismas cumplir sus funciones, y además deben ayudarlas en su ejercicio.
La tentación del asistencialismo
Sin embargo, en el presente asistimos a una inversión peligrosa: en nombre de la igualdad, de la eficiencia o de la inclusión, se impone cada vez más un modelo de estatismo tecnocrático, donde el Estado se presenta como el único garante de los derechos, neutralizador de conflictos y proveedor universal. Las familias, escuelas, cuerpos intermedios y asociaciones libres pierden margen de acción, arrinconadas por normativas cada vez más invasivas o por sistemas de subvención que generan dependencia en lugar de reforzar la autonomía.
La gran contradicción. Se reivindica la autonomía personal y al mismo tiempo se construye un ser humano de poca participación y responsabilidad cívica, solo y aislado, que acaba dependiendo de lo que el Estado, es decir, el gobierno de turno, quiera.
En este contexto, los valores defendidos por Maritain y la Doctrina Social cristiana adquieren una urgente actualidad. Defender a la sociedad civil no es una nostalgia reaccionaria, sino una apuesta por la pluralidad real, por la democracia vivida desde abajo, por la libertad concreta de personas y comunidades para construir el bien común a su manera, sin ser homologadas por una burocracia omnipresente.
¿Un nuevo humanismo?
Maritain hablaba de un humanismo integral, en el que el hombre no es sólo un sujeto de derechos ante el Estado, sino un ser relacional, espiritual, abierto a la trascendencia, que florece en comunidad. Esta visión está en las antípodas del individualismo posesivo y del colectivismo estatista, dos caras de la misma moneda: la negación de la sociedad civil como espacio libre de creación, responsabilidad y amor.
Hoy, más que nunca, recuperar esa visión es clave para regenerar la vida política y social. No es suficiente con exigir que el Estado funcione bien: hay que recordar que no puede hacerlo todo, ni debe hacerlo todo. El bien común no se decreta desde un despacho: se construye en la escuela, en el barrio, en la parroquia, en el sindicato, en la empresa familiar, allí donde los ciudadanos libres se organizan y cooperan sin esperar a que todo venga de arriba.
Ante el estatismo de la seguridad total y la parálisis participativa, urge volver a una política al servicio de la sociedad viva, como proponían Maritain y la Doctrina Social. Porque sin sociedad civil fuerte, no hay democracia real; solo una fachada en la que los ciudadanos votan, pero no deciden, y donde el Estado lo promete todo, pero lo sustituye todo.
¿Puede una sociedad sostenerse si todo se delega al Estado? ¿Tiene el ciudadano espacio para la acción libre y responsable en medio de una cultura que idolatra la seguridad y la intervención estatal? Compartir en X