Nos empeñamos en pensar que Europa está en crisis porque la inflación sube, porque Putin juega al Risk con Ucrania o porque no sabemos si las IA nos sacarán el trabajo o nos harán la declaración de la renta. Pero la madre de todas las crisis nada tiene que ver con los bancos centrales ni con la OTAN. Tiene que ver con algo mucho más íntimo y, a la vez, colectivo: la crisis moral de Europa.
Sí, moral. Esta palabra que suena a sermón de cura viejo o a libro olvidado de filosofía de bachillerato es, de hecho, lo que se nos ha escapado por el fregadero mientras mirábamos tiktoks y aprobábamos resoluciones sobre derechos y más derechos sin ni preguntarnos de dónde venían.
Europa ha perdido el norte. Pero no el geográfico. Ha perdido el norte moral. Ya no sabe qué está bien y qué está mal, y lo que es peor: le da igual. Lo que antes decíamos el bien común ha sido secuestrado por discursos vacíos como un perfil de LinkedIn de community manager.
Como decía ese escocés con cara de filósofo cansado, Alasdair MacIntyre, en Tras la virtud, una sociedad entra en crisis moral cuando ya no tiene un lenguaje compartido para discutir qué está bien y qué está mal. Nos entendemos, pero no nos comprendemos. Todo el mundo habla de ética, pero nadie sabe exactamente de lo que habla. Hemos olvidado a Aristóteles y abrazado el coaching.
Y claro, sin virtudes ni telos, sin fines compartidos, todo se convierte en un campo de batalla de opiniones donde lo más llamativo gana. ¿La justicia? Un concepto ‘vintage’. ¿La responsabilidad colectiva? Cosas de boomers. Ahora todo va de deseos individuales, como si fuera una carta a los Reyes que nunca llega.
Charles Taylor, otro que también tiene pinta de no haber reído mucho desde los años noventa, lo dijo claro: sin trascendencia, sin comunidad, todo se derrumba. El sujeto moderno vive para expresarse, no para construir nada con nadie. Y eso, por muy bonito que suene en Instagram, es el principio del colapso.
Mientras tanto, nosotros, europeos, fachendas, miramos a China y decimos “¡qué horror!”. Pero ellos tienen una idea clara —acertada o no— de lo que quieren ser. Nosotros no. Ni siquiera sabemos si queremos ser. Rusia recupera la ortodoxia eslava para dar sentido a su futuro. La India hace equilibrios con su espiritualidad ancestral. ¿Y Europa? Europa da conferencias sobre “identidades líquidas” y celebra el día del orgullo de cualquier cosa.
Nos creemos muy modernos, pero en realidad estamos vacíos.
Christopher Dawson, uno de esos historiadores que leía más que tú y yo juntos, ya avisaba en 1952 de que ninguna gran civilización puede sobrevivir sin una herencia espiritual viva. Y Europa, que un día tuvo una —el cristianismo, sí, aquel que ahora nos da vergüenza recordar—, la ha tirado por la ventana como quien lanza una vieja enciclopedia. Ahora preferimos Netflix.
Pero cuidado: no basta con eliminar la fe; también es necesario sustituirla. Y así, en nombre del progreso, hemos convertido el aborto en el nuevo sacramento, la bandera trans en la nueva cruz, y quienes rezan frente a una clínica en los nuevos herejes perseguidos. Donde antes había piedad, ahora existe protocolo policial. Donde había debate, ahora hay censura. ¿Y el derecho de manifestación? Solo si dices lo que toca.
Es el gran giro de guion de la cultura europea: lo que antes era el corazón del sistema —el cristianismo como fundamento moral y cultural— es ahora el enemigo del sistema. Un sistema que habla de libertad, pero vigila con cámaras. Que habla de tolerancia, pero criminaliza la disidencia. Que dice defender derechos, pero ha olvidado lo que es un deber.
Por eso tenemos esa sensación persistente de que nada funciona, pero no sabemos muy bien por qué. Y los síntomas son claros: desconexión cívica, polarización crónica, política espectáculo, liderazgos infantiles y una sensación de fondo que todo está un poco —o mucho— podrido. Pero tranquilos, tenemos el Mobile World Congress.
Las reacciones que aparecen en toda Europa —las que algunos llaman iliberales o populistas— no son más que gritos de auxilio de una sociedad que ya no se reconoce en sus propias instituciones ni en las élites que la gobiernan. No es odio; es desconcierto. No es extremismo; es orfandad.
En realidad, vivimos una versión europea del «malestar de la cultura». Pero no solo es cultural, es moral. Hemos perdido el criterio. Hemos perdido el norte. Y lo que es peor: nos da pereza buscarlo.
Y así vamos, como una vieja nave sin timón, navegando a trompicones por un mar cada vez más oscuro, mientras los capitanes celebran congresos sobre “resiliencia emocional” y los marineros se distraen con memes.
Pero quizás todavía estamos a tiempo. Si recuperamos la memoria de lo que nos hizo grandes —no solo en términos materiales, sino espirituales y morales—, quizás podremos reconstruir algo parecido a una civilización. Y si no… siempre nos quedará Ikea.
Sí, moral. Esta palabra que suena a sermón de cura viejo o a libro olvidado de filosofía de bachillerato es, de hecho, lo que se nos ha escapado por el fregadero mientras mirábamos tiktoks Compartir en X