La cuestión migratoria se sitúa actualmente en el centro del debate social y político en España y especialmente en Cataluña.
La inmigración es un ejemplo claro de contraposición de principios. Por un lado, los derechos legítimos de las personas a emigrar para mejorar sus condiciones de vida, frente al deber y derecho legítimo de los países receptores a proteger su bien común. Aquí emerge claramente un conflicto de derechos, difícil de armonizar especialmente en contextos de migración masiva y rápida. Por eso es necesario que la inmigración y la consideración sobre ella no se planteen en términos de abstractos universales, sino a partir de las circunstancias concretas, y es sobre ella que deben aplicarse aquellos valores.
España y Cataluña presentan un escenario demográfico crítico desde hace años: el saldo vegetativo es negativo desde 2015, con más defunciones que nacimientos (España perdió 135.166 personas sólo en 2022), y Cataluña está especialmente afectada por una tasa de natalidad extremadamente baja (1,1 hijos por mujer). Este déficit de natalidad provoca un envejecimiento creciente y la futura insostenibilidad estructural del sistema de pensiones y servicios sociales y tensiona la sanidad, sobre todo en los capítulos de crónicos y gasto farmacéutico.
Aunque la inmigración se presenta como una solución parcial a corto plazo, la evidencia muestra que su efectividad para compensar plenamente este déficit demográfico requiere condiciones económicas específicas: según estudios recientes, sólo cuando el salario medio de los inmigrantes supera los 22.000 euros anuales de valor actual a lo largo de su vida laboral se logra cubrir adecuadamente; si es inferior, genera déficit.
Éste es un factor que a menudo se olvida, al igual que se olvida que los inmigrantes que trabajan son aportantes limpios a la Seguridad Social, pero que en un futuro cobrarán una pensión, que si se mantiene en las coordenadas actuales, tenderá a ser superior a lo aportado, como sucede con las pensiones mínimas hoy en día.
Las cifras actuales reflejan la dimensión del fenómeno: en España, la población inmigrante supera los 8,5 millones de personas (17,7%), mientras que en Cataluña alcanza los 2.339.113 inmigrantes, representando ya el 26,2% del total. Barcelona registra la mayor concentración migratoria del país, con el 31,3% de sus habitantes nacidos en el extranjero, principalmente procedentes de Marruecos, Italia, Pakistán y Colombia. Esta concentración se centra especialmente en edades laborales jóvenes (25-45 años), donde prácticamente ya representan la mitad de la población en esta franja de edad, generando serios desafíos de integración social.
El impacto territorial es profundo y evidente: la inmigración se concentra en barrios pobres y marginados (como el Gòtic, el Besòs o Nou Barris en Barcelona o en poblaciones enteras como Salt, en Girona). En otros casos, ha cambiado radicalmente las características sociourbanas, como sucede con el área central de Figueres, derivando en la formación de guetos urbanos que agravan la segregación residencial y educativa. La competencia directa entre locales e inmigrantes por viviendas accesibles intensifica la crisis habitacional existente, frente a la ausencia de políticas efectivas de vivienda social.
Desde una perspectiva económica y laboral , aunque los inmigrantes cubren la mayoría de los nuevos puestos de trabajo generados, suelen hacerlo en puestos de baja calificación y escasa productividad.
Como resultado, a pesar del aumento del PIB total en Cataluña (un 37% frente al 30% de media en la zona euro en los últimos años), el PIB per cápita apenas mejora. La causa es que este crecimiento económico ha necesitado un aumento de población del 25 por ciento, mientras que para la zona euro sólo ha requerido del 8 por ciento; como resultado, el aumento del PIB per cápita ha sido muy superior en esta última. En comparación directa, la productividad por habitante en Cataluña crece mucho menos que en la Unión Europea (un factor de divergencia de 2,53 veces menor), puesto que la inmigración predominante se concentra en sectores poco cualificados, con baja productividad.
Además, existen efectos sociales negativos claramente constatables: el uso social del catalán retrocede notablemente debido a la elevada concentración de población inmigrante. En educación , los hijos de inmigrantes presentan tasas de fracaso escolar significativamente más altas (32,9% frente al 16,1% de los autóctonos), perjudicando gravemente los resultados educativos generales (PISA sitúa a Catalunya entre las comunidades con peores resultados de España).
También la sanidad pública afronta graves desafíos por la presión poblacional inmigrante, lo que se refleja en la alta tasa de aseguramiento privado (33%), indicando graves deficiencias estructurales en el sistema público.
Un aspecto crucial del análisis es la otra cara de la moneda, que empeora la situación: la emigración masiva y creciente de jóvenes españoles altamente cualificados , que en 2022 alcanzó las 426.000 personas, provocando una descapitalización económica estimada superior a los 150.000 millones de euros.
La riqueza fundamental de un país es su capital humano: el valor del capital humano medio de un español era de aproximadamente 320.975 euros en 2021, significativamente superior a la media inmigrante. Cuando se produce una sustitución masiva del capital humano autóctono por uno menos cualificado, se genera una pérdida considerable y permanente de riqueza real.
Ante esta situación claramente negativa, un modelo migratorio equilibrado y riguroso debería estar centrado en tres grandes líneas de actuación:
- Una política familiar y de natalidad firme, incrementando la inversión actual (actualmente sólo el 1,3% del PIB) hasta alcanzar o superar el 2,3% de media europea, acompañada de otras medidas complementarias efectivas, para remontar la natalidad. El ejemplo de Hungría en este sentido es muy claro y concreto.
- Una inmigración regulada y ajustada a las necesidades económicas reales, priorizando perfiles que impulsen efectivamente la productividad y la integración socioeconómica plena, junto con medidas claras de reagrupamiento familiar legal y voluntario para los admitidos legalmente.
- Implantación de programas específicos para mejorar vivienda, educación y sanidad, mitigando así los impactos negativos actuales, que deben ser para el conjunto de la población.
Por último, el modelo económico actual del gobierno Sánchez se revela profundamente cuestionable, ya que se basa en explotar el capital natural del país mediante un turismo sobredimensionado y degradar el capital humano con una apuesta a corto plazo por puestos de trabajo poco calificados que la inmigración propicia.
Esto genera un mayor PIB nominal y empleo inmediato, que beneficia vía fiscalidad al gobierno de turno, pero a costa de un creciente esfuerzo fiscal por parte de los ciudadanos, una gran pérdida de productividad, salarios reales bajos, menor convergencia económica con Europa y un deterioro de los servicios públicos y bienes necesarios como la vivienda.
En resumen, España y Cataluña necesitan urgentemente un modelo migratorio, económico y social crítico, realista y equilibrado, evitando extremos ideológicos y apostando decididamente por la sostenibilidad demográfica, cultural, económica y social.