Úrsula Von der Leyen, la presidenta de la Comisión Europea, parece avanzar entonando aquel estribillo que los más viejos del lugar cantaban más por obligación que por devoción: “Ardor guerrero clama nuestras voces…”, el himno de la infantería española.
Esto es lo que abunda entre los dirigentes, tanto europeos como estatales, empezando también por Macron y el propio Sánchez, quien, pese a ser tan tacaño en el gasto militar, saca pecho cada vez que declama en público que debe ayudarse Ucrania, sin importar las circunstancias.
En el caso de Sánchez, sus declaraciones siempre van acompañadas de la idea de que la financiación provendrá del dinero de otros, es decir, de aportaciones de la Unión Europea que recaerían principalmente en Alemania, Holanda y los países nórdicos.
Parece como si la paz en Ucrania, incluso a cambio de territorios, y el intento de reducir la tensión bélica con Rusia –intentando volver a los años 90, perdidos estúpidamente por la posición occidental– y lograr una colaboración sincera y pacífica con Rusia, no fueran deseables.
Las declaraciones de nuestros gobernantes, aclamadas por la mayoría de los medios de comunicación europeos, se asemejan a aquellas que precedieron a la guerra de 1914, cuando el ardor bélico estaba a la orden del día y era bien visto. Nadie en su sano juicio habría dicho, hace tan sólo varios años, que ese clima podría volver a repetirse en Europa. Sin embargo, la realidad es otra: Von der Leyen ha presentado un plan de rearme militar extraordinario por un valor nada menos que de 800.000 millones para la industria militar.
Esta propuesta, que sin duda será un tema central en la reunión del Consejo de Europa de este jueves, implica que la Unión Europea facilitaría préstamos para la defensa por valor de 150.000 millones de euros y que el resto, es decir, 650.000 millones, irían a cargo de los mismos estados, con el estímulo de que el gasto realizado en este capítulo no computaría. Sin embargo, el déficit real sí incluiría esta cifra, y los países muy endeudados, entre ellos España, tendrían crecientes problemas para sufragar la deuda en el mercado internacional.
En definitiva, lo que se nos propone ahora es endeudarnos por una cifra muy importante para financiar la industria militar, en principio europea, pero esto choca con un grave inconveniente: para responder a corto plazo, el rearme pasa por comprar material militar en Estados Unidos, lo que implicaría endeudarnos para engordar el balance positivo de ese país, uno de los objetivos de Trump. A medio y, sobre todo, a largo plazo, la situación podría cambiar si la industria europea tuviera la capacidad de canalizar todo ese dinero en nuevas inversiones; sin embargo, incluso en este supuesto, existe un conjunto de armamento y de recursos de información que están fuera del alcance de Europa y que deberían adquirirse en Estados Unidos.
La dependencia europea en aeronaves de combate, sistemas de guía y control, comunicaciones avanzadas, observación y defensa antimisiles –por citar algunos capítulos concretos y costosos– es prácticamente exclusiva de Estados Unidos, con alguna excepción en el caso de la aviación francesa, aunque con recursos tan reducidos que al Ejército francés le ha valido el calificativo.
Francia dispone hoy de casi todo, de buena calidad, pero es incapaz de sostener un frente amplio o conflicto prolongado.
La cuestión más importante en estos momentos no es el armamento, sino otras dos cuestiones que no parecen estar sobre la mesa.
Como siempre, la Comisión Europea intenta resolver los problemas a base de poner dinero y gastarlo, pero el problema de la defensa europea radica en otros aspectos: en realidad, Europa no está tan mal armada actualmente. Si se examina el balance de recursos disponibles –tropas, tanques, artillería, aviones, naves de combate– Europa supera de mucho a Rusia, sin necesidad de contabilizar los recursos que Washington tiene destacados en el continente.
El problema es que todos estos medios y personal están distribuidos entre 27 países, cada uno con su propia cadena de mando, logística, calibres de munición diferentes, doctrinas y estrategias diferentes. Lo lógico sería, como primer paso, construir un verdadero Ejército europeo con todo lo que esto implica, al estilo de lo que dispone Estados Unidos, y poner fin al ridículo, como señaló el primer ministro polaco Tusk, al afirmar que 500.000.000 d’europeus pretenden que 300.000.000 de estadounidenses los defienda de 150.000.000 de rusos.
El primer problema no es, por tanto, la debilidad de los medios, sino la desunión y la fragmentación: ¿quién convencerá, por ejemplo, a Francia de subsumir parte de su Ejército en una única unidad europea?
La segunda consideración es aún más grave y nos afecta muy directamente como ciudadanos. La verdad cruda y dura es que no queremos ir a una guerra contra Rusia, ni en Ucrania, ni fuera de ella, para enfrentarnos a Rusia. No permitiremos que nuestros dirigentes, en ocasiones enloquecidos, ni los medios de comunicación que participan en esta misma dinámica, nos lleven por ese camino.
No estamos criando a nuestros hijos y nietos para que sean enviados a matar y a morir en la frontera con Rusia, bajo ninguna circunstancia.
Tampoco queremos volver a entrar en una dinámica similar a la de la Guerra Fría, con la amenaza nuclear como elemento disuasorio, porque ahora sería mucho más peligroso, dado que el arma nuclear está en más manos. Antes era un censo a dos, entre la URSS y Estados Unidos, y por tanto estaba bajo más control; ahora, el número de agentes, regulares y muchos mayores, es mucho más elevado. Por si fuera poco, la ecuación ya no se trataría sólo de una guerra nuclear de exterminio, sino de un conflicto mucho más contenido, en el que se emplearían artefactos tácticos capaces de dejar destruida irreparablemente una parte de un país sin desencadenar el exterminio total. Esto hace que el uso de este tipo de último recurso sea aún más peligroso.
Lo único del que no hablan nuestros gobernantes –ni la señora Von der Leyen– es de las armas que quieren fabricarse, incluso las que ya existen, ya que necesitan soldados para su manejo, y deberían sentirse advertidos, porque no disponen de ellas.
La pregunta es muy sencilla: ¿quién está dispuesto a morir en una guerra cuyo propósito no conocemos, y quién quiere que éste sea el destino de sus hijos o nietos?
Y un añadido: hasta ahora, lo único que han conseguido nuestros gobernantes es que aumente el clima de guerra y, sobre todo, que las empresas que se dedican al armamento y a la defensa suban de forma extraordinaria en la bolsa. No es para eso que les hemos votado para que nos gobiernen.
