Las instituciones sociales, en el sentido amplio del concepto que aplica la Nueva Economía Institucional (NEI), una visión económica que aportan los tres premios Nobel de este año, Daron Acemoglu, Simon Johnson y James Robinson, como en 2009 lo fueron Oliver Williamson y Elinor Ostrom, y aún con anterioridad uno de los padres de este enfoque económico, Douglass North, están pensadas para una configuración humana hombre-mujer. La perspectiva de género y sus géneros múltiples y fluidos; ¿inestables? determina que estas instituciones deben ser radicalmente modificadas para satisfacer sus deseos, sobre todo su impulso sexual, que en primer término es de lo que se trata.
Es la propia ideología de género que promueve su liquidación abiertamente. Su crítica a las instituciones sociales se basa en la premisa de que muchas de estas instituciones han sido diseñadas, a lo largo de la historia, bajo una configuración basada en el binarismo de género (hombre-mujer), lo que limita su capacidad para responder adecuadamente a las identidades de género múltiples y fluidos. Desde esta perspectiva, instituciones clave, como el matrimonio, el trabajo, la educación, la justicia y la sanidad, entre otras, han sido estructuradas bajo normas y expectativas que asumen dos géneros rígidamente definidos, y por tanto, no logran adaptarse a las necesidades y realidades de las personas que no encajan en este marco binario.
Bajo este marco, muchas de las instituciones actuales, tanto formales como informales, donde se encuentran la tradición, la cultura y sus fuentes, las costumbres sociales, las creencias religiosas, la concepción moral y la antropología humana, han sido moldeadas por normas y estructuras sociales que históricamente han privilegiado una visión binaria del género. Esto significa que tanto las normas legales como las convenciones sociales están profundamente imbricadas en una lógica que asume que las personas se dividen entre hombres y mujeres, cada uno con roles y expectativas específicos.
Sin embargo, la aparición de la perspectiva de género, que reconoce la diversidad de identidades y expresiones de género, tiene como finalidad transmutarlas en otras muy distintas, aunque se mantenga, en su caso, el nombre. Un importante ejemplo es el matrimonio homosexual, cada vez más calificado de “igualitario” por sus defensores, para diferenciarlo del matrimonio formado por un hombre y una mujer. Esta institución que tenía como finalidad primordial, la descendencia y su cuidado, ha sido mutada en otra cosa cuyo objetivo es la atracción mutua y el proyecto de vida en común. Y no es lo mismo: en un caso la pareja institucionalizada y comprometida trasciende a sí misma para formar una nueva vida. En el segundo, la pareja es la autorreferencia fundamental.
Esto solo tiene ya un impacto múltiple y diverso, en la concepción de la sociedad y su sentido, en relación con la visión del futuro y la forma de operar sobre él, en la desaparición o debilitamiento de la dimensión dinástica, es decir, en el parentesco a lo largo del tiempo, y a su vez, todo esto se traduce en la cultura, la forma en que nos percibimos como seres humanos, hasta la economía, que ya no cuenta con la familia como fundamento.
Desde la perspectiva de género, las instituciones deben ser modificadas mediante el cambio del marco legal: las leyes y regulaciones están diseñadas, en muchos casos, asumiendo dos géneros. Esto incluye desde el registro civil (donde las personas se clasifican como «hombre» o «mujer»), hasta leyes laborales que asumen diferencias en función del género, o leyes familiares que definen roles y derechos basados en este binarismo.
Un cambio fundamental sería reformar el derecho para reconocer explícitamente a las personas no binarias, genderqueer y otras identidades de género. Esto podría implicar la creación de una categoría de género neutro o la posibilidad de no especificar el género en documentos oficiales. Esto ya está ocurriendo.
También mediante la transformación de las normas sociales : además de las reformas legales, las normas sociales que rigen las instituciones también deben cambiar. Por ejemplo, en el puesto de trabajo, las expectativas en torno a los roles de género podrían ser eliminadas para permitir una mayor fluidez. Las instituciones laborales deberían ser revisadas para garantizar que las políticas internas sean inclusivas con las identidades de género múltiples, ofreciendo, por ejemplo, aseos de género neutro.
La educación debe ser reconfigurada, porque las instituciones educativas han jugado un papel clave en la perpetuación del binarismo de género, desde la organización de actividades diferenciadas para niños y niñas hasta el uso de uniformes que refuerzan estereotipos de género. Una transformación radical implicaría revisar los currículos y estructuras de enseñanza para garantizar que sean inclusivos y respetuosos con todas las identidades de género. Esto implica la inclusión de la diversidad de género en los planes de estudios y la capacitación del personal educativo para manejar estos temas con sensibilidad. Esto también ya está ocurriendo.
La atención sanitaria no escapa a esa lógica totalizadora de transformación de la sociedad. Debe rechazar el enfoque cisgénero (aquellas personas cuya identidad de género coincide con el sexo asignado al nacer), porque puede generar barreras para las personas transgénero, no binarias o de género fluido. El Estado debe hacerse cargo, es decir, el dinero de los contribuyentes, de las nuevas exigencias específicas como las personas trans y no binarias.
Asimismo, deben cambiarse las políticas laborales y de bienestar. Por ejemplo, ya se ha introducido la obligación de considerar a las personas LGBIQ en los convenios laborales, personas que a la vez poseen derechos adicionales en relación con los cisgénero, es decir, los hombres y mujeres, alguno tan importante como la inversión de la carga de la prueba.
Todo ello comporta graves consecuencias: la ruptura con la antropología tradicional del ser humano, impacto en la cohesión social y el sentido de pertenencia, dando lugar a la disolución de referentes claros y a la confusión identitaria, tanto a nivel individual como social, al no existir un marco estable de referencia, generando uno de los males de este tiempo, “malestar en la modernidad”, un sentimiento de desorientación causado por la ausencia de marcos estables.
El caos es considerable: Al reconocer y legitimar nuevas formas de relación, familia y descendencia, como las familias homoparentales, las personas trans en roles parentales, y la consideración de la procreación fuera de los límites biológicos tradicionales (a través de la gestación subrogada, donación de gametos, etc.). Todo esto genera consecuencias económicas y educativas. También afecta a la división tradicional del trabajo basada en el hombre y la mujer, lo que ha permitido una organización social en torno a la familia nuclear. Con la disolución de estos roles, se generan nuevas demandas sociales que no siempre son fáciles de integrar en los actuales sistemas económicos.
En realidad, el estado del bienestar está basado en la familia natural que aporta ingresos y cuidado de forma complementaria entre hombres y mujeres. La pluralidad de formas familiares y de género puede requerir un replanteamiento radical de las políticas públicas, desde los subsidios a la paternidad/maternidad hasta la atención sanitaria. Sin una adecuada planificación, estos cambios pueden generar desequilibrios sociales y económicos que agraven las crisis actuales, como el envejecimiento de la población, la disminución de la natalidad y la precariedad económica de muchos hogares.
También propicia la crisis identitaria y el multiculturalismo. La imposición de un marco inclusivo para todas las identidades de género podría percibirse como amenaza a estas tradiciones, generando tensiones sociales adicionales. Esto unido a la secularización y cancelación de Dios genera una visible desconexión social y pérdida de cohesión en este mismo sentido. Es la plenitud de la sociedad desvinculada.
La perspectiva de género tiene una grave responsabilidad en las crisis occidentales porque la reconfiguración de los conceptos de familia, matrimonio y descendencia altera la base sobre la que se han construido muchas de las estructuras sociales y económicas de las sociedades occidentales, aumentando los desequilibrios y la polarización, que se extiende ahora al núcleo duro de la sociedad, el enfrentamiento creciente entre hombres y mujeres, muy acentuado entre los más jóvenes. Las mujeres que giran hacia la progresía de género, los hombres recuperando valores tradicionales y conservadores.
Todo esto da lugar a la destrucción de los vínculos tradicionales que históricamente han mantenido la cohesión social. Esto incluye los vínculos familiares, las relaciones de parentesco, el sentido de comunidad y las normativas culturales que, según su visión, han proporcionado estabilidad y un sentido de pertenencia. El proceso de secularización y el énfasis en el individualismo radical contribuyen a esta desvinculación, debilitando los marcos morales que guiaban a las personas en sus relaciones sociales.
Desde este punto de vista, la perspectiva de género, con su cuestionamiento de los modelos familiares tradicionales y su propuesta de redefinir conceptos básicos como el matrimonio, la familia y los roles de género, es un factor que impulsa esta desvinculación. Al desarraigar estructuras tradicionales como la familia nuclear y promover una mayor fluidez en la identidad de género, la perspectiva de género desestabiliza algunos de los cimientos sobre los que se ha construido el tejido social durante siglos.
Si conectamos las ideas de Taylor, podemos argumentar que la perspectiva de género, con su crítica a los roles de género tradicionales y la propuesta de una identidad fluida, puede verse como parte del fenómeno de fragmentación moral. La desconexión con las antiguas fuentes morales, como la religión o las normativas familiares tradicionales, genera el malestar en la autenticidad: una búsqueda de identidad que, al no tener marcos claros y estables, genera confusión y desorientación.
La perspectiva de género es como un motor de la desvinculación social en varios sentidos:
- Redefinición de la familia: Al proponer un abanico más amplio de configuraciones familiares (familias homoparentales, familias sin género definido), la perspectiva de género cuestiona el modelo de familia tradicional, algo que algunos, como Miró, ven como una erosión de una institución clave para la cohesión social.
- Desvinculación de los roles de género: La perspectiva de género promueve la idea de que los roles de género son construcciones sociales, y por tanto, deberían ser eliminados o al menos flexibilizados. Esto implica una ruptura con las normas tradicionales que asignaban funciones claras a hombres y mujeres en la familia y la sociedad, lo que desde la óptica del descuelgue puede generar desestabilización en las relaciones sociales.
- Fragmentación moral: Al proponer una pluralidad de géneros y al cuestionar los marcos morales tradicionales, la perspectiva de género contribuye, según esta crítica, a la fragmentación moral de la sociedad. Este fenómeno puede ser visto como parte del proceso de descuelgue que describe Josep Miró, en el que los individuos ya no se sienten conectados a un conjunto común de normas.
En definitiva, destruye lo que ha llevado a Europa y Occidente a un zenit de bienestar y prosperidad, y lo sustituye por algo que compone un sistema social caótico guiado por el deseo sin límites y el individualismo radical de la subjetividad, en el que afloran como a malos sociales el hedonismo y el narcisismo como proyectos “virtuosos”, pero que en la práctica se traduce en el malestar como característica social, las enajenaciones y adicciones masivas de todo tipo, y el crecimiento exponencial de las enfermedades mentales y los daños psicológicos, porque han roto con el equilibrio y la búsqueda de armonía de la condición humana.