Deuda pública: cuando bajar impuestos no es la solución

Hace unos meses, apareció una noticia que generó un gran impacto en la otra orilla del Atlántico: los intereses de la deuda pública estadounidense (en máximos históricos y con un ascenso vertiginoso en los dos últimos años) son ya una partida presupuestaria mayor que la que recibe el venerado departamento de defensa.

Durante décadas, el partido republicano de Estados Unidos y buena parte de la derecha liberal mundial hizo de bajar impuestos su mantra. Reducir impuestos sería, siempre y en cualquier circunstancia, conveniente. Bueno, de por sí, de forma intrínseca.

Oren Cass, director ejecutivo del think tank American Compass recuerda el paroxismo al que llegó este dogma cuando durante un debate de las primarias republicanas en 2011, los ocho candidatos declararon al unísono que rechazarían una medida que redujera diez dólares el gasto público a cambio de incrementar un solo dólar los impuestos.

Bajar los impuestos es igualmente el gran lema del Partido Popular de Alberto Núñez Feijóo en España, siendo por sí solo una especie de antídoto mágico a las nefastas políticas de gasto del gobierno socialista de Pedro Sánchez. Como solución para atraer a votantes, está muy vista, y la experiencia de gobierno del PP demuestra más bien una presión fiscal ascendente durante sus años en el poder.

Quien, en cambio, aprendió por la fuerza que bajar impuestos no es siempre una buena idea fue el presidente estadounidense e icono neoliberal Ronald Reagan, quien acabó por subir las tasas en varias ocasiones después de haber constatado que la bajada drástica de los ingresos públicos generada por sus recortes impositivos había ensanchado el déficit mucho más de lo previsto.

Cass se felicita de que por fin los conservadores estadounidenses parecen haber entendido que bajar impuestos no es la solución a todos los males.

De entrada, tener unos impuestos bajos no garantiza el crecimiento económico, ya que este depende de numerosos factores y los impuestos, a menos que sean simplemente aberrantes (o, por el contrario, del todo inexistentes, algo imposible en el mundo real), no constituyen ni de lejos el factor más importante.

Además, el dicho según el cual las bajadas de impuestos generan mayores ingresos públicos se ha demostrado repetidamente falsa a lo largo de la historia.

Teóricamente, es cierto que existe un umbral por encima del que bajar impuestos incrementa las rentas públicas. Se trata de la curva de Laffer , que establece que cuando un tipo impositivo es suficientemente alto, si se sube aún más, los ingresos recaudados disminuyen porque la actividad económica resulta excesivamente penalizada.

Sin embargo, la práctica (y como Reagan sufrió durante su primer mandato) ha demostrado que países como Estados Unidos tienen unos niveles impositivos bajos que los sitúan muy por debajo de ese umbral. En cambio, en países en los que el gasto público supera el 50% del PIB, como podría ser el caso de Francia o Bélgica, la curva de Laffer sí podría tener sentido en términos absolutos.

Por último, los liberales deben tener en cuenta que los impuestos son necesarios no ya para hacer funcionar los servicios básicos como los que garantizan la seguridad y la administración de la justicia, sino también para pagar y reducir la deuda pública.

Más que hacer de la reducción de los impuestos una finalidad en sí misma, la bestia negra de los partidarios de un estado pequeño y eficiente debería ser el endeudamiento del estado, que es una losa puesta sobre el conjunto de la sociedad, y peor aún, sobre las generaciones futuras.

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