El pasado viernes 31 de mayo, en la ciudad alemana de Mannheim, un extremista de 25 años originario de Afganistán hirió a 7 personas durante un acto de campaña electoral. El agresor, «neutralizado» por la policía, actuó por motivaciones islamistas, según afirmó la ministra del interior, Nancy Faeser. La manifestación atacada no pedía otra cosa que «frenar el islam político».
Sin embargo, más revelador que el ataque en sí mismo fue la reacción de la mayoría de medios de comunicación tradicionales.
Una parte decidió directamente que la noticia no merecía ser presentada. Imaginémonos qué habría pasado si el agresor hubiera actuado por motivaciones antagónicas contra un acto político islamista como el que vivió unas semanas antes la villa también alemana de Hamburgo, donde miles de personas desfilaron bajo eslóganes tan inequívocos como “el califato es la solución”. El jaleo habría sido probablemente mayúsculo.
Otra parte optó por presentar los hechos, pero desde una óptica muy particular, buscando, sin decirlo explícitamente, equiparar al agresor con los agredidos. Una forma de presentar los hechos sospechosamente similar a la que ya apuntamos tras el atentado contra el primer ministro de Eslovaquia, Robert Fico.
Vea por ejemplo el titular de la inefable Vanguardia : “un hombre apuñala a siete personas en una concentración islamófoba”. Ni una palabra de la motivación del asesino, ni siquiera una mención a la naturaleza innegablemente terrorista del ataque. En cambio, las víctimas eran «islamófobas». ¿Se lo tenían pues merecido? ¿Al igual que el señor Fico?
La triste realidad es que mientras las élites repiten hasta el aburrimiento de que la gran amenaza para Europa es la extrema derecha, una miríada de movimientos destructores y desagregadores de la sociedad encuentran un cómodo paraguas para avanzar posiciones.
Se trata del islamismo en todas sus versiones. Pero también de movimientos ecologistas radicales, ideólogos del decrecimiento, veganos furibundos que equiparan animales y seres humanos (¿y, por tanto, viceversa?) y la galaxia de las identidades de género. Todos encuentran cobijo en la narrativa progresista oficial que mantienen la mayoría de gobiernos, de medios de comunicación tradicionales y las propias instituciones europeas.
En Francia, las amenazas de muerte contra todo aquel que se atreva a señalar públicamente los problemas que plantea el islamismo se han convertido en rutinarias. Los agresores han pasado al acto más de una vez, como nos recuerda el tristísimo caso del profesor Samuel Paty en 2020.
El objetivo es ir instaurando un clima de terror donde la contestación sea demasiado arriesgada para aquel que la formula. Este terror se va extendiendo por toda Europa, como el atentado de Mannheim deja en evidencia. Se trata en último término de reducir el debate democrático, excluyendo todo lo que tenga que ver con el islam. Algo que ya sucede con la inmigración, gran dogma de la progresía en el poder.
Pero no se preocupen. El gran peligro, la principal amenaza para la sociedad alemana y la europea en su conjunto, es la extrema derecha, como la propia ministra Faeser apuntaba solo unas semanas antes del atentado.