Cómo han cambiado las cosas. La UE es heredera del Mercado Común. Y éste nació después de la II Guerra Mundial, teniendo como tronco central la Política Agraria Común (PAC), orientada a mejorar las condiciones de vida de los agricultores que se convirtieron en la niña de los ojos de la nueva Europa.
De esa situación a la actual va un abismo que está caracterizado como mínimo por diez puntos críticos:
- Los impuestos a los combustibles en tiempos de inflación.
- Los impuestos ambientales que por su naturaleza son regresivos; es decir, no discriminan en función de la renta. Y, por tanto, castigan especialmente al mundo rural.
- El mal reparto de los costes de la transición energética. Las élites gubernamentales europeas y estatales, la española y de manera muy destacada la catalana, han hecho del cambio climático y la transición energética una especie de tótem que es seguido por medidas sacralizadas sin tener demasiado en cuenta sus consecuencias ni sus efectos colaterales. El campo es especialmente receptor de estos costes por las numerosas limitaciones que se le van imponiendo, cada vez con mayor proporción, sin tener en cuenta sus aportaciones.
- Las restricciones derivadas de criterios ecológicos y animalistas. Éstas se añaden a los de la transición energética, pero parten de otros supuestos relacionados con la protección de la fauna, la flora y los animales. La legislación que se ha producido tanto en Europa como en España no toma en consideración el modo de vida rural; si es que no lo desprecia.
- La burocracia europea. Cada vez más el agricultor, y éste es un punto de contacto increíble con el profesor universitario, debe dedicar más tiempo a cumplimentar el papeleo y con exigencias crecientes. Como por ejemplo, el uso de un cuaderno digital en el que registrar la actividad agrícola sin considerar que por la avanzada edad de muchos campesinos les representa una gran dificultad para poder adaptarse a estas nuevas exigencias concebidas desde despachos muy lejanos a las realidades humanas sobre las que registran. De hecho, la burocracia europea es tal que ha convertido lo que era el departamento de Agricultura de la Generalitat, tan devaluado que ni conserva ese nombre, en una gran gestoría.
- La asimetría del mercado. El campesino compra en la gran industria y vende en la gran superficie. Es el jamón de un bocadillo configurado por dos rebanadas muy poderosas y que, por tanto, el que está en medio, tiene una enorme posibilidad de negociar los precios a los que compra y a los que vende y esto crea una gran indefensión que las medidas gubernamentales no han sabido todavía resolver de una forma evidente.
- Los tratados de libre comercio de la UE, que tienen como consecuencia las importaciones de productos agrarios en condiciones de clara desigualdad, dado que los países exportadores no tienen las normativas exigentes de la UE y, por tanto, pueden producir alimentos y materia prima agraria con mejores condiciones de precio, a las que se les añade en la mayoría de los casos salarios mucho más bajos y menor protección social.
- Ucrania se ha convertido en un problema cada vez más grave de presente y de futuro. En el inmediato porque el grano ucraniano ha derribado los precios de zonas de cereales de la Unión cercanas, caso de Polonia y Rumanía. Por otra parte, y aunque sea para un futuro indeterminado, los agricultores ven que la amenaza ucraniana se multiplica con la integración en la UE. Primero porque se llevará la mayor parte de los recursos de la PAC y segundo porque llevará al mercado producciones a muy bajo precio.
- La percepción de un trato desigual con otros sectores , como el turismo. Es evidente que el sector agrario tiene un impacto ambiental importante, pero también lo es que al mismo tiempo es un reductor de ese impacto porque su actividad fija grandes cantidades de CO₂, preserva el suelo y conserva el paisaje. La agricultura es una gran generadora de bienes comunes que son aprovechados por el conjunto de la sociedad y esta aportación, poco común entre los sectores productivos, no se tiene en cuenta. El turismo, por su parte, tiene también un fuerte impacto ambiental. No sólo en las grandes aglomeraciones, sino también en el transporte de masas que genera, pero a diferencia de la agricultura no genera estas externalidades ambientales positivas, por el contrario, es un consumidor de bienes públicos que en ningún caso son contabilizados. A pesar de esta situación, cuando debe restringirse por cuestiones ambientales o ecológicas la actividad, el peso recae sobre el sector agrario y no sobre el turismo. Ahora mismo, en el caso de Cataluña las restricciones de agua son demoledoras para el campo y de momento apenas tienen significación para los hoteles, restaurantes y servicios conectados al turismo. Este trato desigual también podría extenderse hacia la pequeña minoría de máximos ingresos, digamos el 1% más rico, que es generador de un impacto ambiental extraordinariamente mayor que la media de la población; sin embargo, no está ni de lejos bajo el foco de normativas específicas como sí lo está la agricultura. Por ejemplo, en Francia la décima parte de todos los vuelos fueron en aviones privados, según Bloomberg. En tan sólo 4 horas estos aviones generan tanto dióxido de carbono como el que emite una persona de la UE en todo el año. Pero esto tampoco es sujeto de atención para nuestros políticos. Y es lógico porque:
- Existe un desprecio clarísimo, incluso difamatorio, contra los agricultores, que son presentados a menudo como reaccionarios o sospechosos de apoyar a la extrema derecha. La evidencia es la opuesta. En Francia, donde hay más datos y la revuelta del campesinado es más fuerte, votan menos a Le Penn que la media de los franceses. Tampoco reflejan la idea antieuropeísta del populismo, por el contrario, son unos firmes defensores de la UE porque ésta tiene como fundamento, ya lo he dicho, la política agrícola común. Pese a estos hechos, la vocación de presentarlos como reaccionarios porque se oponen a los tótems de la progresía de las élites gobernantes, les resulta irresistible. Un solo ejemplo lo sitúa con suficiente claridad. Una de las intelectuales orgánicas de El País, Máriam Martínez-Bascuñán, directora de opinión de este diario, según su currículum es politóloga especialista en teoría política y social y teoría feminista, escribía un terrible artículo este domingo en El País cuyo título ya lo describía todo “Tractores ultras” y acusaba a los agricultores de que con sus reivindicaciones favorecían la paralización de la agenda verde de la UE y los partidos de derecha y derecha radical. Los descalificaba con un menosprecio que sólo puede proceder de quien se cree dotado de superioridad intelectual y moral, y expresaba bien esta mirada que desde el poder se dirige, tanto a Madrid como a Barcelona como a Bruselas, al campesinado. No es raro que exploten.
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