Entendámonos, la gracia histórica de La Vanguardia ha consistido en estar bien con quienes mandan, pero eso en democracia lo había hecho con cierta gracia de ponderación y equilibrios, y así se había ganado la imagen de un diario solvente que entraba en un gran número de hogares catalanes como tradición, porque el lector tenía la sensación de que, pese a remar hacia su casa, no habría ninguna gran exageración. Pero todo esto ha terminado hace cierto tiempo y la deriva sanchista del diario lo ha hecho situar por delante de El País, el intelectual orgánico histórico del PSOE.
Basta con examinar con un mínimo de atención la edición de este pasado 16 de noviembre que abordaba el debate de investidura. El titular en página entera y portada era «Sánchez desata el diálogo». Y eso lo decía a pesar de que la base del discurso había sido la demonización sistemática de los representantes políticos de 11 millones de ciudadanos, quienes suman Vox y PP, y haber levantado a nivel de política de estado la necesidad de construir un «muro» que separe unos de otros. Porque como subtitulaba en el interior Pedro Ballín, uno de los periodistas destacados de la redacción de Madrid y narrador solícito de las versiones de la Moncloa: «La policía creó una burbuja infranqueable para separar civilización y barbarie, resumen de la nueva dinámica política». Claro, por un lado, están Sánchez y los suyos que, para La Vanguardia, representan a la civilización. Quienes se oponen, diputados y manifestantes, son simplemente eso, bárbaros.
El hecho de que las cámaras captaran que la presidenta de la comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, musitase que Sánchez era un «hijo de…» a consecuencia de que el candidato a presidente del gobierno la señalara por corrupción a ella y a su hermano, cuando la justicia los ha exonerado de toda responsabilidad, ha servido al diario para hacer uno de sus temas recurrentes. La crónica del poder que hacía Enric Juliana, uno de los intelectuales orgánicos de la nueva versión de La Vanguardia, terminaba con esta frase: «mientras, desde la tribuna gritan: hijos de puta». Evidentemente, nadie gritó desde la tribuna, pero la cuestión es exagerar en la línea del PSOE demonizando al adversario político. Que Ayuso musitase el insulto, que habría pasado desapercibido sin la circunstancia de la imagen televisiva que permitía leer los labios, no está bien. Pero era algo más que un pensamiento manifestado en voz alta.
Pero mayor fue la indignidad de Sánchez que, dentro del largo listado de mentiras, medias verdades y exageraciones en su intervención, cometió desde la tribuna del Congreso un atentado injustificable al honor de dos personas. La presidenta de Madrid y su hermano. Pero esta segunda dimensión a La Vanguardia no le interesa y hasta tres veces el murmullo de Ayuso aparece citado en lugares distintos del diario, convirtiéndolo en una referencia informativa.
Pero, más allá de la parcialidad que desinforma, existe un mal tratamiento de la información sistemática, exagerado. Fue clamorosa otra portada del diario cuando afirmaba que el informe del Defensor del Pueblo atribuía a 440.000 víctimas de abusos sexuales a miembros de la Iglesia, cuando en ninguna página se decía tal cosa y, a la inversa, se afirmaba que del informe no se podía deducir ninguna cifra. Pero a La Vanguardia de hoy en día estas «matizaciones» le interesan poco.
Y en la línea de establecer cobertura señalaba en grandes titulares en su interior: «La CE rebaja el tono sobre la amnistía», explicando que no había cuestión ni preocupación en Europa por esta iniciativa política, pese a que el responsable y miembro del PSOE de relaciones exteriores de la CE, Josep Borrell, había manifestado su preocupación, y está previsto en el próximo plenario del Parlamento Europeo tratar precisamente sobre esta ley. Pero da igual, se trata de vender al lector una versión Matrix de la realidad. La del universo que le interesa crear a la Moncloa.