Los ecos de la guerra entre Israel y Hamás en el escenario político internacional ponen en evidencia que el mostrador geopolítico mundial se está redefiniendo de forma acelerada, más incluso que cuando estalló la guerra de Ucrania.
Las manifestaciones son numerosas: por un lado, la guerra está suponiendo la rápida revisión por parte de los estados árabe-musulmanes de los pactos llamados de Abraham con Israel. Empezando por Arabia Saudita , la mayor parte de potencias árabes ya han anunciado su apoyo a la causa palestina en el actual conflicto bélico y la pausa o revisión de toda discusión con el estado hebreo.
Por otra parte, China y Rusia mantienen una posición muy distante respecto a los dos bandos enfrentados sobre el terreno. Como en Ucrania, China se ha propuesto también como intermediaria entre israelíes y palestinos. Pero en realidad, esa distancia parece implicar un rechazo a la posición occidental de apoyo decidido en Israel.
Rusia en particular es consciente de que no le interesa acercarse a Israel, puesto que su gran aliado regional y un importante socio en la guerra de Ucrania, Irán, jura por la destrucción del estado hebreo. Rusia también necesita tener buenas relaciones con los países del Golfo productores de petróleo para evitar que los precios del crudo bajen.
Por su parte, China nunca ve con buenos ojos la proyección de fuerza militar estadounidense en ninguna parte del mundo: en estos casos, Pekín razona siempre en clave taiwanesa, y busca precisamente evitar que las fuerzas armadas de Estados Unidos se pongan al servicio de sus aliados. Lo que quisiera evitar a todo precio para hacerse fácilmente con el control de la isla del Pacífico.
Finalmente, dentro del propio Occidente aparecen divisiones cada vez más profundas y amplias, motivadas por un cóctel que combina la inmigración masiva proveniente de países musulmanes de una parte y el auge de ideología woke anti-occidental entre sus élites de la otra. De hecho, Occidente es la única parte del mundo que está experimentando un frente interior a la hora de posicionarse en un conflicto exterior.
Una redefinición geopolítica marcada por las diferencias culturales
En 1993, el profesor de ciencias políticas estadounidense, Samuel P. Huntington, publicó uno de los artículos más polémicos de la historia de las relaciones internacionales. Titulado “¿El Choque de las Civilizaciones?”, el autor argumentaba que la política mundial entraría en una nueva fase después de la Guerra Fría.
En el siglo XXI, Huntington exponía que la principal fuente de conflicto internacional no sería ya ideológica o económica, como fue el caso de la centuria precedente, sino cultural.
Concretamente, después de la victoria del liberalismo occidental sobre el comunismo (que en el fondo era también una criatura ideológica y económica occidental), el mundo se reordenaría en función del grado de aceptación de la cultura y modo de vida nacido en Europa y llevado al extremo por Estados Unidos.
En su escala de dificultad de adopción de la cultura occidental, Huntington anticipaba ya que los problemas máximos vendrían de las civilizaciones basadas en las culturas islámica y china (confucianismo).
Estas dos civilizaciones son en muchos aspectos las más alejadas del individualismo occidental, y se caracterizan también por almacenar el mayor grado de resentimiento contra Occidente por las humillaciones sufridas en el pasado, especialmente a partir del siglo XIX.
A este dúo se le ha añadido recientemente la civilización rusa ortodoxa, particularmente motiva por el arrinconamiento que ha sufrido desde la caída del imperio soviético.
Considerados todos juntos, los mundos islámico, chino y ruso hacen que Occidente tenga que enfrentarse solo prácticamente al resto del planeta. Una situación que el propio Huntington ya anticipó en su famoso artículo de principios de los 90 y que varios autores han traducido empleando fórmulas como «Occidente contra el resto«.
Con cada vez más probabilidad, este es el escenario hacia el que las guerras en Ucrania y ahora Israel nos están conduciendo a toda velocidad.