Es perfectamente normal que un líder político quiera relanzar los ánimos de los suyos tras una derrota electoral tan contundente como la que experimentó el PSOE el pasado domingo. Pero lo que ya no es normal es que lo haga en unos términos que hacen imposible el funcionamiento de la democracia, porque niegan el derecho a la existencia a la propia oposición y a toda crítica a la obra gobernante. Éste es un enfoque totalitario y es el que hizo Sánchez ayer en la reunión en la sala Ernest Lluch en el Congreso de los Diputados con todos los senadores y diputados del partido socialista.
El fundamento de la democracia es como un espejo roto que significa la verdad. Los pedazos significan que nadie tiene entera toda la verdad y que sólo recomponiendo el número máximo se puede reconstruir de forma aproximada. También significa que, de una forma u otra, cada contendiente democrático que tiene un pedazo del espejo tiene también una parte de la verdad.
De esta metáfora se desprenden dos principios fundamentales para la democracia. La necesidad de construir consensos y que exista la concordia, la amistad civil aristotélica, entre las diversas fuerzas contendientes, que no enemigos políticos, porque a pesar de su diferencia todos comparten un denominador común que hace posible, y que no es otro que perseguir el bien para la colectividad que representan. Lo plantean por caminos más o menos diferentes, interpretan el bien de forma diversa, pero se reconocen entre todos que su intención es buena.
Sin estos requisitos la democracia no puede funcionar y si se extreman las diferencias acaba siendo imposible. España tiene una larga y penosa trayectoria en este sentido de negar el pan y la sal al que no piensa como tú.
Sánchez ha gobernado de manera muy opuesta a estos principios. Incluso sus socios le acusan de maltrato político y menosprecio. Lo hizo hace unos días al PNV y ayer mismo al socio hasta ahora preferente de Bildu, por boca de Otegi, descalificó a Sánchez considerando que los tomaba a todos por bobos porque ahora quería marcar diferencias con este partido después de 4 años de trabajar juntos.
El presidente del gobierno ha distorsionado la práctica democrática abusando de los decretos leyes y de atajos parlamentarios que imposibilitan el debate y la comparecencia de las partes interesadas. Lleva las cosas a tal extremo que ahora mismo se produce la grave contradicción de que su programa para la presidencia de turno de la UE donde debe convencer a los gobiernos de los diversos estados miembro y al Parlamento Europeo empezando por su primera fuerza política, el PP Europeo, y ni siquiera ha informado al PP, al que ni siquiera le ha pedido su opinión. ¿Qué credibilidad tiene querer realizar una obra colectiva en un ámbito tan plural como el de Europa y negar la más mínima información a los de la propia casa?
Toda esta forma de hacer ha estallado en el discurso de ayer en el Congreso de los Diputados. Basta imaginar a la España que describe Sánchez, en la que él tiene toda la razón, no se ha equivocado en nada en todo su gobierno y lo que ha pasado es que la mayoría de los votantes se han dejado llevar por “una ola reaccionaria”. Es una falta de respeto insólito a la opinión mayoritaria de los ciudadanos.
Como lo es la descalificación ad hominem que hace del PP. Ya no le basta con negar a Vox por extrema derecha. Ahora el PP es también la «derecha extrema«. Y le equipara con los que asaltaron el Capitolio en EEUU. Mientras él se alinea con Biden. Todo lo que ha hecho es intocable, no se puede derogar ni modificar porque es excelso y la mención de la simple intención de hacerlo, descalifica por la vía democrática a los responsables.
Leído en la tranquilidad de un despacho, el texto de la intervención de Sánchez es tan extremo e incompatible con la práctica democrática que la convierte en peligrosa, porque lo que intenta es crear dos bloques, pero que además tengan una incompatibilidad radical para convivir, porque unos representan los derechos, el progreso y todo lo bueno y otros son la maldad encarnada. Es el discurso propio de toda concepción totalitaria que pasa necesariamente por demonizar a quienes no comparten sus puntos de vista.