Con ese mismo título “¿Es España una democracia?”, el antiguo asesor de Sánchez, Ivan Redondo, que escribe todos los lunes en La Vanguardia, formulaba un insólito artículo por su dureza de fondo. En éste afirmaba que “para que exista una democracia real, debe haber una separación de poderes nítida. Por eso, una constitución separa el poder ejecutivo, legislativo y judicial. La secuencia de la narración de estos días ha sido, por el contrario, que el ejecutivo decide por el legislativo, y el legislativo y el ejecutivo por el judicial”. También critica y considera un error grave haber introducido a última hora las enmiendas que modifican la forma de proceder con la renovación del Tribunal Constitucional, y reclama con buen criterio que debería haberse hecho como una iniciativa autónoma de reforma de la ley orgánica del poder judicial y no como simples enmiendas a un texto heterogéneo, y debía contar además con los correspondientes informes.
La realidad es que precisamente el poder ejecutivo ha usado y abusado de su carácter determinante en el parlamento español, en el que los diputados no tienen ninguna autonomía de criterio y simplemente se dedican a obedecer lo que les manda el partido para introducir de forma fraudulenta un alud importante de leyes.
En tres años han aprobado 175 iniciativas legislativas, muchas de ellas, como ya se está viendo, de una ínfima calidad jurídica que trae graves problemas en su aplicación. El caso más espectacular es el de la ley del “sí es sí”, pero no es ni mucho menos el único.
Esta degradación normativa es consecuencia de las prisas y atajos sistemáticos que se utilizan para aprobar la ley, hurtando de este modo el necesario debate parlamentario, la presencia de las memorias correspondientes con contenido sustancioso y los informes de instancias exteriores tan relevantes como el Consejo de Estado, el Consejo General del Poder Judicial, entre otros.
Se ha abusado de la figura del decreto ley, de la vía de urgencia injustificada, de sustituir el proyecto de ley por la proposición a fin de ahorrarse tramitaciones, y la práctica censurable de introducir enmiendas a un texto que se está tramitando que nada tienen que ver con el cuerpo de la ley que se quiere legislar, para así reducir a la nada los cambios que se quieren introducir. Es el caso que ha hecho estallar el conflicto con el TC, donde con tres enmiendas a la ley sobre modificación del Código Penal para liquidar el delito de sedición, se modificaban dos leyes orgánicas que nada tienen que ver con el tema, la del poder judicial y la del TC.
En todo este grave lío existe un intercambio de señalamientos como responsables en el gobierno y en los partidos que le apoyan: señalamiento al PP por no acordar la renovación del TC y éste señala al gobierno por no crear las condiciones necesarias para poder negociar y confundir este procedimiento con la imposición cruda y dura de sus deseos.
En realidad, el problema es mucho más grave y está pasando desapercibido para la opinión pública. Estamos viendo desde hace mucho tiempo y aceptando como normal que la negociación para renovar el TC la lleven a cabo el presidente del gobierno y el jefe de la oposición. Pues cabe decir que éste no es el procedimiento que la Constitución tiene establecido para esta misión. La renovación corresponde al Congreso y al Senado y cada uno debe presentar cuatro nombres. Concretamente, está establecido que «los presidentes del Congreso y el Senado tendrán que adoptar las medidas necesarias para que la renovación del consejo (se refiere al poder judicial) se produzca en el plazo establecido».
La propuesta será formulada al rey por el Congreso y el Senado. Por tanto, a quien corresponde la iniciativa es a la presidencia de ambas instituciones con el trabajo de las dos mesas de gobierno. También esta formulación es la que abre la ventana para que el rey pueda reclamar la propuesta.
Pero la realidad es que tanto Meritxell Batet, presidenta del Congreso, como Ander Gil, presidente del Senado, han estado absolutamente parados sin tomar iniciativa alguna. Y esto es así porque, ambos socialistas, obedecen a la estricta disciplina de partido, que en la política española se concreta con el hiperliderazgo del secretario general que manda en la organización en ese momento, más si además es presidente del gobierno. Hay, por tanto, en el fondo del problema un secuestro no ya por parte del poder ejecutivo, sino del presidente del gobierno y de éste como secretario general del PSOE de las funciones que les corresponden a las instituciones parlamentarias.
Este escenario, que Ivan Redondo no contempla en su análisis, es el que señala que efectivamente en España se puede poner un interrogante sobre la democracia y al mismo tiempo hay que señalar que el estado de derecho basado en la independencia de los tres poderes no existe.