Hagamos una mirada diferente sobre lo que es el instrumento básico de toda democracia, los presupuestos. Demos un paso atrás y observémoslos desde una perspectiva más amplia.
Los presupuestos generales del estado (PGE) no son otra cosa que la forma en que se recaudan nuestros impuestos y mediante una máquina, que se llama administraciones públicas, se transforma en bienes (subvenciones, ayudas, inversiones) y servicios que tienen como receptores mayoritarios, pero no únicos, las personas, las familias, las empresas y las entidades jurídicas de diverso tipo.
Por tanto, el dinero que se gasta sale de nuestros bolsillos y es la gestión de las administraciones públicas quien lo redistribuye. Lo que no se trata lo suficientemente a fondo es precisamente esta fase intermedia porque su eficiencia y eficacia determina que se haga un buen uso de nuestro dinero o no, además, como es natural, de la bondad de los objetivos que se persiguen.
Pero, incluso, si los objetivos son buenos, el resultado puede ser malo si la ineficiencia de la administración es grande. Para verificarla es necesario que las administraciones rindan cuentas sobre los resultados alcanzados, en lugar de limitarse puramente a indicar el gasto que han hecho, que no nos dice nada o muy poco sobre su gestión. Sólo nos indica si han sido capaces de gastárselo (en el caso de las inversiones de Catalunya es evidente que parece que no son capaces), pero no nos dice nada de si lo han hecho de forma eficiente o no.
También sería necesario que una autoridad independiente revisara cada año esta eficiencia en el gasto de las administraciones y hiciera recomendaciones para mejorarla.
Para dar una idea de lo importante que es todo, sólo hay que situar este hecho: la retribución media de las personas que trabajan en la administración pública del estado (estado y comunidades autónomas) es un 58% superior a la del sector privado. Digamos que la inmensa mayoría de gente que paga al Estado percibe unos ingresos medios inferiores a la gente que trabaja para ese estado. Para que la ecuación quedara equilibrada, la productividad de los funcionarios y asimilados debería ser un 58% superior a la productividad del sector privado. Lo que, a pesar de la falta de datos, no es ninguna temeridad afirmar que no se da.
Por tanto, gastar más, como se jacta el gobierno, no es en sí mismo un dato positivo si no sabemos cuánto cuesta hacer este gasto y qué parte de los ingresos van efectivamente a la finalidad pretendida, sea una subvención, una inversión, sea un servicio, y qué parte se queda por el camino como gasto que hace la administración central para conseguir ese servicio o aquel producto final.
Situemos un ejemplo: los nuevos presupuestos generales del estado entregarán 1.200 euros al año por hijo menor de 3 años. La primera pregunta es cuánto costará gestionar ese dinero, cuántos funcionarios, cuántas horas de trabajo, qué servicios exteriores tendrán que comprar. Es decir, estos 100 euros mensuales al final, ¿qué habrán representado realmente a nivel del presupuesto? ¿200 euros? No lo sabemos. Pues esta es la cuestión, porque en muchos casos lo que ocurre es que una gran parte de lo que el estado ingresa se pierde por ese camino de en medio .
Para continuar con el mismo ejemplo de los 1.200 euros al año por hijo, desde el punto de vista del coste de gestionarlo por la administración central, habría resultado mucho más eficiente si se hubieran descontado de forma lineal 1.200 euros de cada hijo en la declaración de la renta, que todo el proceso que ahora se quiere empezar a hacer. En esta segunda opción, la gestión compleja habría quedado limitada sólo a aquellos hijos que pertenecen a personas que no hacen declaración de la renta, que serían una pequeña minoría.
¿Por qué el gobierno no actúa por el camino de la mayor eficiencia? Pues, por interés electoral, porque tiene más impacto recibir la paga mensual, que te recuerda que el gobierno te da un dinero, que el hecho de que cuando se hace la declaración de la renta se desgrave esa cifra. Por tanto, podemos constatar que la finalidad del gobierno no es alcanzar la mayor eficiencia con los ingresos que recauda, sino conseguir el mayor efecto electoral.
El problema apuntado, que alcanza un nivel exorbitante en el caso del gobierno Sánchez, es común en menor medida a todos los gobiernos democráticos. Y de ahí la necesidad de que existan autoridades independientes que frenen esta tendencia a través de indagar la eficiencia en las actuaciones de las administraciones y también presentando con claridad los resultados el propio gobierno. En este sentido, es una tarea pendiente y decisiva, lo que podríamos decir los costes de transacción internos que tiene la administración para hacer llegar a su destino final cada euro de cada ministerio.
En definitiva, los presupuestos generales del estado viven esencialmente de los impuestos que pagan las clases medias a través del IRPF y el IVA, que son los dos mayores impuestos con diferencia. Y los beneficiarios son quienes el estado determina en una medida muy variable. Basta con comparar lo que reciben los más jóvenes (el bonus de 400 euros, los 100 euros mensuales por hijo menor de 3 años) con lo que significa el mantenimiento del coste de las pensiones. Se constata claramente quiénes son los ganadores, las personas jubiladas; y «los perdedores», la gente más joven.
Habría otro camino para equilibrar mejor la distribución dado el fuerte impacto de la inflación, que es descontar ésta del IRPF e incluso del IVA. Entonces el conjunto de los ciudadanos recibirían la recompensa en proporción a su aportación fiscal. E incluso si se quisiera dar un tono redistributivo a esta vía, podría corregirse a partir de un determinado nivel de ingresos haciendo el retorno menos proporcional.
Este camino habría supuesto una mayor claridad distributiva de costes y beneficios para la población y habría reducido los costes de gestión por parte del estado. Pero claro, actuando así se perdería el impacto de poder presentar las cuentas del estado, no como lo que estamos pagando nosotros, sino como lo que el gobierno nos da.