Ignorar la muerte de los más débiles

Recientemente hemos conocido de la muerte de 130 inmigrantes en el mar Mediterráneo como consecuencia del naufragio de las dos embarcaciones en las que trataban de llegar a Europa en busca de una mejor vida.

El hecho había sucedido días antes, pero apenas había tenido eco en los grandes medios hasta que el Papa Francisco expresó su aflicción por este trágico acontecimiento tras el rezo del Ángelus en la plaza de San Pedro.

Pidieron ayuda reiteradamente, pero las autoridades no atendieron la llamada; las europeas, por no ser de su competencia; las africanas, con la excusa del mal tiempo. Cuando llegaron los primeros auxilios (tres buques mercantes y una nave humanitaria) no encontraron supervivientes: solo trece cadáveres.

De forma muy expresiva, el responsable de una ONG que trabaja en la zona afirmó que de haber sido un avión no hubieran faltado medios ni recursos para atender el accidente; “pero eran inmigrantes”. No es necesaria ninguna consideración adicional para comprender los motivos de la desatención.

Esta nueva catástrofe –que tiene muy poco de natural, aunque la hayamos normalizado– debe hacernos reflexionar a todos.

No se comprende cómo es posible que los poderes públicos de los países concernidos –los de origen y los de destino, en particular; pero también el resto de los que integran ambos continentes, África y Europa, en general- no ofrezcan una solución definitiva contra la inmigración ilegal y para la mejora de las condiciones de la vida de estas personas que se ven forzadas a dejar todo lo que tienen y a poner en riesgo su existencia para tratar de cumplir el falso sueño de tener una vida como la que ven en las películas porque en el lugar en el que han nacido no pueden labrarse un futuro digno.

Todos tenemos derecho a progresar, ciertamente, y el país de nacimiento -más aún en un mundo globalizado como el nuestro- no debería constituir un abismo entre dos formas de vida radicalmente opuestas.

No se entiende que continúe impune la explotación ilegítima de recursos y de personas, el abuso de aquellos que, siendo débiles y como consecuencia de la desesperación o de falsas esperanzas, son tratados como mercancías generadoras de riqueza, sin importar las consecuencias para su dignidad y su vida.

Los Estados no pueden seguir delegando su función en ONG ´s humanitarias ni mirar hacia otro lado ante este tipo de situaciones. Tienen en sus manos la posibilidad de compartir recursos y encontrar soluciones.

Pero hemos de ir más allá. No se entiende tampoco que nosotros mismos veamos con indiferencia esta realidad, que no nos duela la muerte de los más débiles, que sigamos contribuyendo a su explotación con un consumo exacerbado, con un silencio (casi cómplice), con una indiferencia escandalosa.

“Es el momento de la vergüenza”, señaló con fuerza el Santo Padre. Una vergüenza que no se limita a las autoridades ni a quienes tienen intereses en la inmigración. Es una vergüenza que nos afecta, que llega a cada uno de nosotros. Hagamos examen de conciencia y pensemos en cómo poder ayudar a evitar estas situaciones o, al menos, a reducir su impacto en la vida de personas que, aunque no conozcamos, son hermanos nuestros.

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