A mediados de febrero el gobierno español envió al Congreso un extenso estudio llamado «la inmatriculación de bienes inmuebles de la Iglesia católica en el registro de la propiedad desde el año 1998», que incluye, una por una, un total de 35 mil fincas.
Este informe, elaborado por el gobierno, concluye: «Por todo ello, los informes solicitados al Colegio Oficinal de Registradores de la Propiedad y Mercantiles de España, hay que entender que las fincas inmatriculadas a favor de la Iglesia Católica mediante el procedimiento del artículo 206 (de la Ley Hipotecaria) contaban con el necesario título material a su favor». El informe y su conclusión han tenido escasa presencia en los medios de comunicación que difamaron con insistencia la Iglesia acusándola de apropiarse de bienes que no eran suyos. Tampoco hemos tenido noticia de ninguna rectificación de los políticos que hicieron demagogia contra la Iglesia por este asunto.
Es un ejemplo más de cómo tratan a la Iglesia una parte importante de los medios y de los políticos. En España se acumula el viejo anticlericalismo, que durante la Guerra Civil llevó al asesinato a sangre fría de cerca de siete mil religiosos, y la nueva animadversión postmoderna en la Iglesia. Esta se ha convertido en una piedra en el zapato de los poderes políticos y económicos hegemónicos: es la gran contestataria al pensamiento único que se ha impuesto.
Según el obispo Luis Argüello, que antes de prelado fue un joven de izquierdas, el individualismo exacerbado que hoy vivimos se debe a la convergencia del capitalismo tecnocrático, dirigido por empresas globales más potentes que los estados, y de las propuestas políticas de la nueva izquierda. La oferta, y ya no el trabajo, es el factor determinante de la vida económica. La oferta necesita domesticar la demanda, en una uniformidad del comportamiento humano que permite hacer previsiones a gran escala, configurando un estilo de vida, de felicidad. La nueva izquierda ha abandonado el ideal de la solidaridad que tenían los viejos socialistas, y se centra en la promoción del deseo individual.
¿Por qué hoy hay tanto interés en deslegitimar la Iglesia y borrar la influencia determinante del cristianismo en la configuración de nuestra civilización?. ¿Los principios, valores y reglas morales que la Iglesia defiende, representan sólo a los cristianos, o pertenecen a toda la humanidad? ¿Hay acciones y omisiones malas porque son pecado o son pecado porque son malas? Leibniz lo planteaba así: ¿lo que es bueno y justo, lo es sólo porque Dios lo quiere, o si Dios lo quiere es porque es bueno y justo? La cuestión se plantea ya en el diálogo platónico Eutifrón. Sócrates pregunta a este personaje: el que es santo, ¿es amado por los dioses porque es santo, o es santo porque es amado por ellos? Sócrates y Platón lo tienen claro: lo correcto es ordenado por la divinidad porque es correcto.
En la Iglesia, formada por hombres y mujeres, no por ángeles, hay santidad sobrada para atraer quien busca a Dios, y también bastante miseria humana para justificar a quién lo quiere rehusar o ignorar. Valorando la realidad sin prejuicios, la vida cristiana rectamente vivida, ¿no fundamenta y promueve valores y virtudes necesarias para la vida en sociedad? La solidaridad con los menos favorecidos, el compromiso conyugal que permite una vida familiar estable donde educar a los hijos, la igual dignidad de toda persona al margen de sus capacidades físicas o intelectuales, el valor sagrado de la vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural.
Georg Gänswein, hombre de la máxima confianza tanto del Papa Benedicto como del Papa Francisco, es autor del libro, traducido al castellano, “Cómo la Iglesia católica puede restaurar nuestra cultura” (Ed. Rialp, 2021). Parte de una idea expresada por Benedicto XVI: «para cumplir su misión, la Iglesia deberá tomar distancias respecto a su entorno». Según Gänswein la fe no debe conformarse con los estándares del mundo, los cristianos no deben permitir que la corriente del mundo se los lleve por delante. La verdadera renovación del mundo provendrá de la esencia del cristianismo.
En tiempos de posverdad, de relativismo y de crisis de la razón, el cristiano está convencido de que la verdad, la bondad, y la justicia no dependen de las leyes que los parlamentos van aprobando según las ideologías de moda, sino que pertenecen a la naturaleza de las cosas y de la condición humana. Creer que todo tiene un origen causal, que el cristiano sitúa en el amor de Dios, a la humanidad y a cada persona, y no en el azar ciego; que la muerte no tiene la última palabra; que la conciencia de cada persona no hace y deshace a su gusto y conveniencia sino que debe rendir cuentas a Dios, que finalmente juzgará con amor, pero también con justicia. Todo esto da sentido y consistencia a la vida de las personas, y en la de toda una sociedad.
A creyentes y a no creyentes les tendría que hacer pensar tanta obstinación en desprestigiar y silenciar a la Iglesia, que no deja de ser la portadora de una buena nueva para toda la humanidad. Porque lo que hoy está en juego no es el futuro de la Iglesia católica, que globalmente tiene más fieles que nunca, y es acogida en el resto de continentes con mucha más alegría que en Europa. Lo que está en juego es nuestra civilización occidental, que desde dentro ve gravemente atacadas sus raíces cristianas.
Publicado en el Diari de Girona, el 4 de abril de 2021