Se han abierto las comarcas y la población catalana podrá circular por todas ellas sin salir de su burbuja de cuatro personas. Es una medida todavía muy restrictiva; por ejemplo, hace imposible los grupos de excursionistas. El hecho es que todas las medidas, y más allá de ellas, son aceptadas con un fatalismo digno de elogio. Es tan fatal el fatalismo que incluso el responsable de la sanidad española, Salvador Illa, se ha podido presentar a las elecciones catalanas y quedar primero.
Lo que hay que preguntarse, ahora que han pasado las elecciones, es si es normal lo que nos está pasando y la aceptación de los resultados.
Viajamos al otro lado del Atlántico. En Paraguay, uno de los países más pobres de América Latina y con una sanidad más débil, tanto que sólo dispone de 4.000 vacunas, más 20.000 que le ha ofrecido Chile, es un país de una dimensión similar a Cataluña porque tiene poco más de 7 millones de habitantes, y vive una dura controversia política. Tanta, que su presidente, Mario Abdón, está amenazado de impeachment por el Parlamento, acusado de mala gestión de la pandemia. Pero Paraguay, que vive duros enfrentamientos, incluso en la calle por aquella causa, presenta poco más de 175.000 contagios y ha registrado 3.400 muertos. Al lado de Cataluña, son unas cifras magníficas porque nuestro país, que ha impuesto restricciones a diestro y siniestro y continúa con ellas, tiene a estas alturas 572.000 casos y la escalofriante cifra de casi 21.000 muertos, seis veces más para una población equivalente.
Se diga lo que se diga, una situación de este tipo no es aceptable. Como no es aceptable que a estas alturas Cataluña y Madrid sean las dos comunidades autónomas que registran más incidencia por 100.000 habitantes en los últimos 14 días. 207.47 en nuestro caso, y 226,55 en el caso de Madrid. La media española es de 139,59. Con una diferencia aun más brutal: en Madrid el toque de queda es mucho más generoso, y bares y restaurantes, así como grandes superficies, han podido mantener un funcionamiento mucho más normal que las restricciones catalanas.
Volvemos a repetir la pregunta: ¿qué le pasa a Cataluña? Existe la impresión generalizada de que el responsable de sanidad es un excelente profesional. Ninguna duda. Ahora, los resultados señalan una pésima situación que combina una elevada mortalidad, la presión en las UCI y un fuerte impacto negativo en la economía debido a las restricciones.
Pero es que además esta mortalidad está muy ligada a la edad. Más de 14.000 de los 20.000 muertos tienen más de 80 años. Y si a esta cifra le añadimos las personas de más de 70 años, llegamos casi a los 18.000 muertos. Por tanto, el problema de la mortalidad catalana está concentrado en unas franjas de edad muy definidas. Y por este lado también llora la criatura.
Se nos explicó que la segunda etapa de vacunación comenzaba la segunda semana de febrero y se vacunaría a todas las personas de más de 80 años, a parte de trabajadores esenciales, farmacéuticos y fisioterapeutas, así como a los docentes. Y la información oficial aseguraba que había 37 puntos de vacunación repartidos por todo el territorio, lo que si realmente corresponde a la realidad, es ya de entrada absolutamente insuficiente. El resultado es que un mes después sólo se ha vacunado al 20% de la población mayor de 80 años. A este ritmo, hasta ¡mediados de julio! no se habría vacunado a la población de mayor riesgo, y ya ni hablemos de la mayores de 70 años, que de momento están en el fondo del cajón.
Todos estos datos, y otros más, deberían provocar una revuelta cívica y razonada en el ámbito parlamentario, mediático y social porque son incomprensibles unos resultados tan absolutamente deficientes, pero no pasa nada. Y ese precisamente es el problema grave.
Y por si esto fuera poco, con la colaboración de la sanidad catalana, el 27 de marzo Barcelona acogerá un concierto masivo para 5.000 personas sin distancias de seguridad a cargo de Love of Lesbian. Es una especie de experimento para que la gente que vaya a pasar un test de antígenos. Realmente a veces la incompetencia se quiere disfrazar de genialidad.
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