Son unos tiempos complicados y más bien confusos estos en los que los gobiernos, sometidos a una espantosa mortalidad por una enfermedad infecciosa, una peste del siglo XXI y una crisis que no se sabe cómo y cuándo acabará, se dediquen a hacer leyes sobre la » libertad sexual». La agenda está repleta, «ley trans», nueva ley para abortar, están a la espera, pero la legislación sanitaria y económica es inexistente.
Es evidente que este capítulo, el del sexo con todas sus ramificaciones, ha pasado de ser un asunto privado a convertirse en el eje de las políticas llamadas progresistas, como antes por la izquierda lo eran las políticas de distribución de la riqueza. Está claro que una poco tiene que ver con la otra, de modo que aquel nuevo foco de la agenda política tiene la virtud extraordinaria de unir los intereses de quienes tienen poco interés, valga la reiteración, al tratar la distribución de la riqueza con los progresistas de nuestro tiempo.
El Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), que como es sabido está formado en parte por personas elegidas por el PSOE y por el PP, aunque ejercitan un grado importante de dependencia política, han registrado en este caso una extraordinaria unanimidad para descalificar totalmente la ley. Por un lado atacan la definición del consentimiento sexual. El argumento es en primer término técnico. Consideran que el Código Penal ya tiene en cuenta la falta de consentimiento para sancionar los delitos contra la libertad sexual. Pero, además, apuntan con buen criterio que como la ley no define en qué consiste el consentimiento, se produce la inversión de la carga de la prueba, de modo que, si hay acusación, el acusado deberá demostrar su inocencia. Hay que decir que esta es una práctica que se va generalizando con este tipo de leyes del deseo. Es el caso, por ejemplo, de la legislación catalana sobre los grupos LGBTI, que explícitamente incorpora este extraño criterio jurídico, que elimina la presunción de inocencia y que hace que el denunciado tenga que demostrarla, en lugar de que el acusador tenga que probar la culpa. Este sesgo jurídico acaba convirtiendo a determinados grupos sociales en privilegiados, porque tienen una especie de derechos específicos que no están generalizados por razón de su condición sexual, ser gay o lesbiana, ser mujer y haber mantenido relaciones sexuales, etc.
Otro eje de la crítica de los jueces es la discrepancia en que desaparezcan las diferencias entre agresión sexual, que es cuando hay violencia en medio, y abuso, cuando es sin violencia. A la ministra de Igualdad le ha faltado tiempo para declarar «regresivo» el informe del CGPJ, que no es vinculante y naturalmente ha dicho que no le haría el más mínimo caso.
El problema adicional de esta ley, que también han señalando los jueces, no está tanto en la naturaleza de la cosa, como en la prueba, porque como se trata generalmente de asuntos de dos, en muchas ocasiones el único factor para enjuiciar son las manifestaciones de uno y otro. Es el problema de legislar sobre las relaciones íntimas de las personas. Cuando hay una agresión, se pueden hacer evidentes pruebas objetivas, pero cuando se trata de una cuestión de si consintió o no en una relación sexual, es evidente que todo se vuelve muy impreciso y que la subjetividad de la relación y la del día siguiente puede trastocar los hechos.
Seguramente será por eso que la empresa danesa Schellenbauer & Co. ha puesto a punto la APP «Consent» que permite dar el asentimiento durante 24 horas y dejar así constancia documental de lo que se ha producido. Estamos ante otra paradoja: para ser jurídicamente seguras las relaciones de una noche necesitarán una especie de contrato para garantizar que no pase nada al día siguiente. Necesitarán más formalismo que las parejas de hecho, si se quiere evitar el riesgo de un conflicto posterior.
No es la primera vez que el CGPJ critica proyectos de ley sin que el gobierno haga caso. Lo hizo con la ley del matrimonio homosexual , a la cual desacreditó, y también antes contra la ley integral sobre violencia de género, aquella que a igual delito castiga más al hombre por ser hombre que a la mujer, asumiendo así por parte del estado la ideología sobre el patriarcado.
La existencia de los tres poderes independientes se muestra cada vez más como un mito, y no sólo porque el poder político intente manejar el poder judicial, sino porque, además, éste tiene una nula intervención sobre la naturaleza de las leyes, porque lo lógico, es que ante informes de esta unanimidad y contundencia, el gobierno se viera obligado a revisar sus proyectos. No puede ser una característica de un presunto estado de derecho que una ley cuente con la oposición del órgano de gobierno, de los jueces, del consejo de estado y de instancias jurídicas independientes afectadas por el tema, y siga adelante sólo porque una determinada mayoría no calificada del Congreso lo apruebe. Esto está más cerca de la dictadura de la mayoría que de una democracia plena.