En sí mismo, no se trata de un fenómeno nuevo. En Estados Unidos, ya hace décadas que grandes empresas trasladan las sedes de sus principales zonas de actividad en el norte, hacia los estados más calurosos del sur.
Estos últimos, desde hace mucho tiempo conscientes de su atractivo natural, no han perdido nunca la oportunidad de ofrecer más ventajas adicionales a los inversores, como sistemas fiscales menos restrictivos o incluso limitaciones a determinados derechos laborales como el de sindicarse.
Sin embargo, la pandemia de la Covid-19 y las tendencias progresistas cada vez más acentuadas de los gobernantes de California y Nueva York han generado en los últimos meses un éxodo sin precedentes.
Si el fenómeno continúa, se podría producir una paradójica situación en la que por primera vez en la historia de los Estados Unidos, los ricos se situaran en el sur.
Como relata Rana Foroohar en el Financial Times, la célebre ciudad de Miami, por ejemplo, se está convirtiendo en un importantísimo centro de negocios. Los dirigentes de grandes empresas tecnológicas y una multitud de start-ups del sector están cambiando «Silicon Valley» por la nueva «Silicon Beach».
Este auténtico éxodo no afecta sólo a las tecnológicas. Empresas de capital de inversión como Blackstone o bancos de inversión como Goldman Sachs también están instalándose en Miami.
La extensión del teletrabajo impulsado por la pandemia y la capacidad que tienen las empresas de servicios en general y las tecnológicas especializadas en internet para adaptarse a esta forma de trabajar son factores que explican la tendencia.
Pero no sólo es la demanda que ha aumentado. Por el lado de la oferta, los incentivos para atraer empresas no han parado de crecer en los últimos años.
Así como la globalización permitió a los industriales reubicar sus fábricas en lugares donde los costes de producción eran inferiores, ahora la globalización permite a las empresas de servicios ubicarse allí donde pagan menos impuestos por su personal, por sus locales y por sus beneficios.
Dentro mismo de Estados Unidos, cada vez son más las ciudades que compiten por atraer inversiones.
El problema es que esta tendencia puede convertirse en una «carrera hacia el fondo» entre ciudades, regiones y países que compiten por ver quién propone condiciones más atractivas.
En el peor escenario posible, los gobernantes pueden acabar dando más que reciben.
El peligro es, entonces, que la ciudad o el país en cuestión se encuentre en una paradójica situación en la que los propios inversores han terminado secando el sistema que les ha proporcionado los servicios públicos, los niveles educativos y la fiscalidad atractiva que pedían.
Para evitar este escenario, sería necesario que las ventajas ofrecidas se equilibraran con compromisos de los inversores en ámbitos como la educación o las infraestructuras.