El asalto al Capitolio de la semana pasada por parte de cientos de seguidores de Donald Trump ha tenido una repercusión sin precedentes. Las consecuencias en numerosos ámbitos anuncian más, y ya se han empezado a hacer sentir, como la supresión permanente por parte de Twitter de la cuenta de Donald Trump.
Convencidos de la victoria electoral del candidato republicano, buena parte de los manifestantes que asaltaron el Capitolio consideraban el acto como una protesta contra la oligarquía, a la que acusan de traicionar los principios fundacionales de Estados Unidos. Ciertamente, otros estaban motivados por ideas antidemocráticas.
También se trató de una escena anacrónica: lejos queda la época cuando una revolución se hacía asaltando la sede parlamentaria del país, como apunta el profesor canadiense Mathieu Bock-Côté en Le Figaro .
De hecho, si no fuera por su dimensión de tragedia humana (5 muertos, de los cuales 4 son manifestantes y el quinto un policía), el asalto fue en realidad una especie de fiesta de carnaval violenta.
La ocupación del Capitolio fue el día en que una minoría de los seguidores de Trump caricaturizaron a todos los ciudadanos que en el 2016 y en el 2020 votaron al Republicano. Para entenderlo basta pensar en el hombre disfrazado de pariente cercano a Chewbacca de Star Wars posando para la foto en medio de un hemiciclo vacío.
Los manifestantes que entraron violentamente en el Capitolio, alentados ciertamente por Donald Trump, brindaron al mundo la imagen exacta que los progresistas estadounidenses llevan años trabajando: una población blanca, movida por instintos primarios, violenta y manipulable. Habitantes de un mundo totalmente rebasado, auténticos anacronismos en pleno siglo XXI a erradicar del todo urgentemente.
A ambos lados del Atlántico, la inmensa mayoría de medios de comunicación han querido vender los hechos como una insurrección fascista. Indirectamente, se ha querido comparar la marcha al Capitolio con la marcha sobre Roma de los camisas negras de Mussolini.
La realidad es bien distinta.
Es evidente que los grupos movilizados el pasado miércoles son violentos y fueron instigados por Donald Trump. Los hechos, y las palabras del todavía presidente, son totalmente condenables. También lo es que parte de los asaltantes están movidos por ideas abiertamente antidemocráticas. Pero no se puede generalizar ni pretender que los pocos cientos de personas que entraron en el Capitolio constituyeran una amenaza seria de sedición.
Nótese que la semana pasada no fue la primera vez que la violencia entró con fuerza en el escenario político estadounidense, incluyendo las revueltas en los márgenes del movimiento Black Lives Matter . El asalto al Capitolio es otro indicio de la polarización extrema que viven los Estados Unidos.
A pesar de sus quejas por falta de seguridad en torno al edificio (por otra parte, totalmente comprensibles), el esperpéntico asalto hará buen servicio a los Demócratas que se preparan para asumir la presidencia de Estados Unidos. Joe Biden será más que nunca aclamado como restaurador de la democracia.
Los partidarios serenos de Donald Trump se verán obligados a reconocer que su presidente estaba loco. Los Republicanos verán la obra de gobierno de los últimos cuatro años más cuestionada que nunca. Los progresistas esperan con impaciencia actos de contrición.
Pero el movimiento de fondos que ha engendrado Trump seguirá vivo. Es el mismo malestar que encontramos en todas las sociedades occidentales, cada vez más divididas entre perdedores y ganadores de la globalización, entre los que sienten su cultura amenazada y los cosmopolitas.