Un libro de título extraño y contenido de gran interés. Catañoles. De Arrimadas a Rufián (ED Libros) de Adolf Tobeña presenta una obra singular y muy diferente de la frondosa literatura sobre el proceso, tan numerosa, que podríamos decir que ya constituye en sí misma un género literario.
Tobeña, que es catedrático de Psiquiatría en la Facultad de Medicina del Instituto de Neurociencias de la Universidad Autónoma de Barcelona, y ha sido profesor visitante en varias universidades del mundo, imprime una perspectiva especial.
Plantea una serie de interrogantes que habitualmente se omiten o son planteados desde el partidismo más militante, lo que no es el caso. ¿Por qué los independentistas extremos sienten aversión hacia España? ¿Cuáles son los verdaderos móviles que les instan y animan a querer separarse de ella a toda costa? ¿Qué es lo que realmente los motiva a hacer tal apuesta radical hasta el punto de aceptar situarse fuera de las mismas leyes catalanas y de su propio Estatuto? ¿Cuáles son las causas reales que, en una de las regiones más ricas y avanzadas del sur de Europa y en un contexto tolerante, plenamente abierto y próspero, enmarcado en un estado de derecho y de bienestar consolidados, con plena paz social y democrática, una parte importante de los catalanes haya creído que ha sido objeto de agravios imperdonables por parte de España o del estado español?
Entre otras cuestiones el libro señala una paradoja nada menor : este es el período histórico en el que hay más catalanes en lugares destacados de España y al mismo tiempo el que con más fuerza a eclosionado el independentismo, que siempre, incluido el periodo republicano había sido una opción minoritaria. La actual secuencia viene marcada por la conversión relativamente reciente de ERC en el postulado independentista, dado que el histórico partido no lo era hasta la llegada de Ángel Colom en la Secretaría, y después ya en tiempos recientes la decisiva transformación de CDC de la mano de Artur Mas.
El libro de lectura fluida y agradable conduce a un tipo de reflexiones infrecuentes. Una muestra la podemos encontrar en este breve capítulo que publicamos con la autorización de la editorial (ED Libros)
DEL SILENCIAMIENTO A LA PREEMINENCIA: ARRIMADAS Y RUFIÁN
«Yo no renuncio a Machado, no renuncio a Cervantes, no renuncio a Rosalía» Gabriel Rufián, en un discurso en las Cortes durante la sesión de investidura de enero de 2020.
Hoy por hoy, los dos catañoles más visibles en el panorama político hispano son Inés Arrimadas y Gabriel Rufián, sin duda alguna. Quizá pasado mañana ya no lo sean, pero de momento siguen ambos situados en lo más alto del candelero.
La primera es la voz femenina más personal, seductora y vivaz de cuantas pueden escucharse en el Parlamento español. El segundo es el perdonavidas más descarado y el comediante más soez de cuantos han perorado en el palacio de la Carrera de San Jerónimo durante los últimos años. Los dos ejercen de primeras espadas en Madrid, después de un meritorio y rapidísimo ascenso al estrellato en sus respectivas formaciones.
Ambos comparten juventud y una exigente brega iniciática, aspirantes a mandamases de relumbrón, en la intrincada selva de la política catalana durante la eclosión del litigio secesionista. Y los dos encarnan, mejor que nadie, la profundidad de la trinchera doméstica que se ha excavado en Cataluña.
Ella ha sido la estampa más atrevida y pertinaz de la resistencia unionista. Él ha sido la faz más chulesca del descaro secesionista en todas las tribunas de Barcelona y Madrid que se le han puesto a tiro. No tengo datos sólidos para corroborarlo, pero no me extrañaría que fueran los dos personajes más odiados en los respectivos frentes opuestos.
Arrimadas capitanea ahora, con un empeño digno de mejor causa, las mermadas huestes liberales que quedan en las Cortes después del naufragio y subsiguiente estampida del que fuera su jefe de filas en Ciudadanos, Albert Rivera. Otro catañol ambicioso e inquieto, por cierto, que muchos vieron cerquísima de alcanzar el timón del poder o de agenciarse una posición determinante en la cima de la gobernación hispana, aunque pereció con estrépito en medio de las súbitas maniobras y las sinuosas corrientes de fondo que sabe engendrar el fragor político en España.
Rufián, por su parte, disfruta pavoneándose en su papel de guía y pilar ineludible de la andadura gubernamental, toda vez que la aritmética parlamentaria y la desesperación de la dirigencia del PSOE por aferrarse al mando le concedieron la llave de la legislatura que se inició en enero de 2020. Se le ve estupendo, plenamente a gusto en el cogollo donde se toman algunas decisiones de gran calado para el devenir de las Españas, mientras va puliendo un estilo remozado con ribetes de seriedad y moderación impostadas. De sus dotes histriónicas cabe esperar mucho.
Ella lo ha tenido y lo tiene mucho más difícil. Se convirtió, sin esperarlo, en la lideresa de la opinión unionista en Cataluña al vencer, contra pronóstico, en las elecciones autonómicas de diciembre de 2017, después de la intentona secesionista fallida de aquel otoño. Amplísimas capas de catañoles de toda clase y condición depositaron en ella y en su formación las esperanzas de contrarrestar el dominio de las fuerzas secesionistas en la calle y en la administración autonómica. El grueso de la ciudadanía más popular en las enormes conurbaciones de Barcelona y Tarragona acudió a unas urnas que no solía frecuentar y retiró el soporte a la tibia y errática labor de contención llevada a cabo por los socialdemócratas, ecoloprogres y neopopulistas locales. Arrimadas soportó con entereza todo tipo de hostigamientos, amenazas y vejaciones crudamente xenófobas por parte de la agitación secesionista, pero no cumplió con las expectativas despertadas. Es cierto que no podía alcanzar una mayoría de gobierno, pero dejó pasar la oportunidad de ir gestando una alternativa sólida con potencial. Las directrices impuestas por las espléndidas expectativas de su formación en la política hispana redujeron su papel a una escenografía resistencial muy valiente y vistosa, pero poco efectiva, que acabó pasando factura. El salto, finalmente, a la política estatal acabó de diluir su papel como alternativa plausible para hacerse con el gobierno de la Generalitat.
Rufián siempre ha cabalgado, en cambio, sobre posiciones asentadas en un dominio político muchísimo más instalado y confortable. Se encumbró, con enorme rapidez, hasta lugares de jerarquía en el segundo partido de gobierno en Cataluña. Reunía unos requisitos óptimos: el cantonalismo de base menestral, carlistoide y supremacista que arrastra Esquerra Republicana, desde siempre, podía sacar a pasear a un charnego moderno y vivales de origen suburbial, como modelo del converso enrollado y trendy hacia el espléndido horizonte de la independencia inclusiva y transversal. Un tipazo atractivo, engreído y algo matón, con una espontaneidad y una seguridad envidiables. Un sujeto incapaz de despeinarse ante nada. Al poco de llegar a Madrid para coliderar su grupo parlamentario en las Cortes, con sus groseros insultos y descalificaciones, junto a sus vistosos desplantes en las sesiones solemnes de la Cámara y su torpedeo de ocurrencias en Twitter, se convirtió en un personaje favorito de buena parte de las tribunas mediáticas. Una verdadera joya, en términos del desvergonzado populismo que señorea en estos tiempos. Le tocó beber de sus pócimas, sin embargo, cuando fue hostigado y repudiado como traidor a la patria —con gritos estentóreos de «botifler»—, en una de las demostraciones de protesta tras la sentencia del Tribunal Supremo en octubre de 2019, en el centro de Barcelona. Los vituperios y acusaciones llegaron al punto de obligarle a abandonar la manifestación. Como su formación política había comenzado el viraje que meses después le conduciría a apuntalar al PSOE en Moncloa, pactando unas «mesas de diálogo» para encontrar salida a la enquistada situación catalana y renunciando a plasmar la República independiente —durante un tiempo, al menos— conoció el escarnio en términos parecidos a los que él mismo había lanzado contra la presidencia de la Generalitat en los tormentosos días de otoño de 2017, en vísperas de la Declaración de Independencia.
Arrimadas y Rufián conocen bien, por consiguiente, lo que supone ser objeto de intimidaciones amenazantes por parte de adversarios o de antiguos correligionarios en la tensa trinchera catalana.
Ambos ilustran, desde banderías opuestas, el grado de enfrentamiento que a menudo suscita el divisivo frente creado por la aventura secesionista. Dos castellanoparlantes, en ambos casos, con un dominio eficaz y flexible de la modalidad más extendida del idioma catalán. Esa que ha conseguido ir haciendo suya la población bilingüe de orígenes muy diversos, después de pasar por la instrucción de la escuela inmersiva. Una modalidad dialectal que no pocos vienen denominando, desde hace algún tiempo, «catalán instrumental» o «catañol». Esa que que va camino de convertirse en dominante y que ya se puede escuchar incluso, con alguna frecuencia, en los noticiarios y debates mediáticos en emisiones para toda España.
La pareja supone un verdadero paradigma en el escaparate mayor de la sociedad hispana. Les he visto confraternizar y darse besos cordiales de despedida a la salida de algún debate televisivo. No me extrañaría nada que hubiera un fondo de aprecio mutuo entre ellos, como colegas que se profesan admiración y puede que también —aunque sin reconocerlo—, como convecinos ungidos por el barniz indisimulable de la cataloñidad. Eso que apenas tenía presencia y que vivía orillado en la periferia de la imagen pública de Cataluña, cuando no en la silenciosa marginación, mientras que ahora, y como resultado del hostigamiento y del empuje secesionista, ha aflorado con fuerza.
El conjunto de la obra dibuja una visión muy actual desde perspectivas nuevas de la realidad política catalana.
No me extrañaría que, Arrimadas y Rufián, fueran los dos personajes más odiados en los respectivos frentes opuestos. Share on X