Hay una diferencia entre 1931 y 2020. En 1931 España dejó atrás la monarquía que había apoyado, si no propiciado (expediente Picasso), el golpe de estado de la primera dictadura militar encabezado por Primo de Rivera. En 2020 la monarquía parlamentaria, refrendada el 6 de diciembre de 1978, ha garantizado un período de estabilidad política y económica para la integración en la Unión Europea, probablemente el hecho estructuralmente más importante de las últimas décadas, y la garantía de la laicidad y del pluralismo democrático.
La corona puede que esté en cuestión para muchos. La monarquía, clave del pacto constitucional, no lo está ni va a estarlo, a pesar de la evidente campaña minoritaria artificialmente alimentada para distraer la atención de la verdad, para ocultar la realidad.
Los escándalos de la corona son evidentes para muchos de nosotros. No hace falta recordarlos. A muchos nos duelen, a muchos nos inquietan, a muchos nos revuelven. El anterior titular de la corona cometió supuestos delitos de corrupción, pero esto ¿nos lleva a la oportunidad histórica de una nueva constitución republicana? ¿Estamos seguros de que una república sería más democrática que la monarquía parlamentaria? ¿Estamos seguros de que la república es la forma racional de gobierno y, por ende, la específicamente humana, como pretendía en 1931 Antonio Machado?
En aquel tiempo, Machado pensaba en las razones históricas, místicas o sentimentales posibles para sostener la monarquía. No le faltaba razón cuando añadía que ésas nunca serían “razones propiamente dichas, que emanen del pensamiento genérico, la facultad humana de elevarse a las ideas”. Machado era un pensador independiente, lúcido, con autoridad para escribir sobre éste y otros temas, lo que no le garantizaba siempre la razón o, al menos, nuestra conformidad.
Hay otra razón que sí es racional, razón en sentido propio. Hoy la razón cordial, de la que en 1931 no se hablaba, es más reconocida como razón legítima, parte de la racionalidad práctica que ha de ponerse en juego para hablar o escribir de este tema.
Dos contextos previos aludidos: 1923-1931, 1975-1978. Dos razones a continuación: discursiva y cordial.
La monarquía es, para la mayoría de los españoles, la clave del pacto constitucional, del sistema que hemos denominado Estado social y democrático de derecho, de una sociedad democráticamente avanzada, de nuestra integración en un sistema constitucionalizado europeo de economía social de mercado. Los ciudadanos españoles, quienes refrendamos el pacto constitucional incluida la monarquía y quienes no lo refrendaron personalmente con su voto, pero sí lo han refrendado con su ejercicio ciudadano durante cuarenta años o menos, sabemos que éste, como todo pacto, parte de la discusión y eventual negociación, y busca la integración de diferentes visiones, necesidades y expectativas. Por definición, el pacto integra razones cordiales, es decir, formulaciones de la razón práctica, basadas en convicciones y valores fuertemente arraigados que no son simplemente resultado deductivo de la racionalidad discursiva, sino formulaciones y opciones racionales y razonables, parte de la racionalidad cordial.
(Entre paréntesis. Llama la atención que la derecha, la montaraz y la irredenta, ambas, se apunten al emotivismo político para utilizar a la corona en su interés, y si no les gusta lo logrado, arremeter contra ella, y la izquierda, que quiere romper el pacto constitucional y que sigue queriendo ser éticamente supremacista, se sume al mismo carro de la derecha desacreditadora. ¿La izquierda presuntamente racional jugando al emotivismo político? Cuesta pensarlo. Cuesta pensar que los sostenes más firmes de la monarquía en España sean dos partidos programáticamente republicanos, los nacionalistas vascos y los socialistas, aliados desde los años treinta, cuando la República y la guerra de España. Cuesta entender muchas cosas. Ambos partidos con oportunas alianzas a un lado u otro son el actual y firme sostén del pacto constitucional y, por tanto, de la monarquía. Dos partidos que desde la guerra de España han contribuido al sentido común, una vez que éste fue abandonado por la otra mesurada tradición de amplios sectores de la burguesía catalana, hoy bastante huérfana de referentes.
Las razones de la razón cordial son tan racionales como las de la razón discursiva, no más, pero no menos. Esgrimir sólo las razones de una racionalidad representaría una suma irracionalidad. Entregarse al emotivismo político, una torpeza que esa izquierda puede pagar muy caro en los próximos años, desapareciendo de la centralidad. Algún signo ya va habiendo.
En realidad, es bien sabido, la cuestión monárquica como forma de gobierno es poco relevante. La verdadera alternativa actual no es entre monarquía parlamentaria y república, sino entre gobierno de élites extractivas e insolidarias y gobierno para la integración y el desarrollo social, económico y cultural, para su promoción y para la eliminación de los obstáculos que lo impiden a los ciudadanos y a los grupos de que éstos forman parte. Las verdaderas alternativas no están entre la contraposición demagógica entre la casta y la gente, que ya escribió un autor mediocre, Sièyes, y reforzó el inventor de la voluntad general, Rousseau. La verdadera alternativa está entre gobiernos más democráticos y gobiernos extractivos.
Un referéndum sobre la forma de estado, monarquía o república, es un engaño emotivo y falso.
No se decidiría nada en un hipotético referéndum, una forma que hay que “coger con pinzas”. Los referéndums duales no facilitan los consensos previos y los necesarios pactos. Desde las tradiciones o las convicciones emancipadoras, críticas, ilustradas, socialistas, un referéndum dual lleva primero a un engaño, luego a una catástrofe, pues plantea un falso debate del que no puede salir nada bueno, del que a veces sencillamente no se puede salir.
En realidad, desde hace décadas, nuestras democracias parlamentarias –independientemente de que sean república o monarquía– son aristocracias electivas. Elegimos alternativas entre las élites, en el mejor sentido de la palabra, minorías dirigentes y su entramado administrativo para regir la gobernación de distintos ámbitos del cuerpo político: unión federal europea, unión federal estatal, regiones y municipios (u otras formas, como las provincias vascas, los cabildos, etc.).
La comunidad o cuerpo político deben regirse por el principio de subsidiariedad federal. El verdadero debate no es entre república y monarquía, sino entre más federalismo subsidiario, es decir, más democracia participativa, o más centralismos extractivos. El federalismo es más democrático, más social. El federalismo subsidiario es la cuestión, pero quienes tienen poder consiguen establecer marcos mentales tramposos, desnaturalizan los verdaderos debates y los transmutan en aparentes cuestiones decisivas: monarquía o república, independencia nacional o integración supranacional, estado propio o estado ajeno, proteccionismo o globalización comercial. Otros podrán caer en esa trampa, pero nos corresponde a los cristianos y a todos los pensadores de reflexión profunda avisar de que esos horizontes reducidos no son verdaderos, pues otros son los horizontes auténticos: la mundialización de la solidaridad, no de la indiferencia, el humanismo abierto no autorreferenciado, es decir, integral, secular, pluralista y peregrino, las transiciones ecosociales y los procesos de liberación. Esos son los horizontes.
Por último, algunas aclaraciones.
- Los que desde la sedicente izquierda defienden un referéndum sobre la corona, harían bien en aclarar si lo que quieren es una elección cargada emotivamente sobre el ejercicio biopolítico del anterior titular de la corona o sobre el principio monárquico como clave del pacto constitucional.
- El pretendido referéndum en el fondo no tendría tanto interés para decidir la forma de estado, sino para modificar el pacto constitucional en favor de otra hegemonía. El asunto es diferenciar si se trata de cambiar una clase dirigente por otra (lo que se pretendió entre 2013 y 2020) o cambiar la hegemonía de la clase dominante. Este cambio mayor que, en parte se logró entre 1977 y 1978, no es claro que ahora sea posible. El cambio pacífico se logró en 1931, se truncó con el golpe militar-fascista de 1936 y la segunda dictadura hasta 1975. Pero si la cuestión fuese el cambio o simple recambio de clase dirigente, hay que decirlo y no tratar a los ciudadanos como menores de edad. No parecería coherente que se apelase a los valores y sentimientos (sí, sentimientos) republicanos para hurtar un debate racional sobre la clase dominante, que ahora no está planteado, ocultando que sólo se pretende cambiar a una porción de clase dirigente por otra porción. Ésta es una cuestión de primer orden.
- La corona, es decir, el ejercicio histórico encarnado de la monarquía en uno de los dos cuerpos del rey, es el símbolo concreto, historizado, de la permanencia y continuidad del cuerpo político. La corona ejerce ese simbolismo, pero el cuerpo del rey no agota absolutamente el símbolo, pues hay otro cuerpo regio que perdura más allá de la corporeidad del que detenta la titularidad de la corona. Quizá mereciese la pena que valorásemos esta permanencia en estas tres dimensiones sin confundirlas siempre: la monarquía como forma, la corona como institución y la corona como ejercicio personal.
- La corona es garantía de laicidad del cuerpo político, precisamente por su origen no laicista. Por ello la corona no tiene que estar autojustificándose cada día, como tendría que hacer una república laica, promoviendo el laicismo como religión cívica, sino que tiene capacidad de respetar, integrar y garantizar el pluralismo religioso existente en nuestra sociedad desde una empatía primera hacia la religión, en concreto hacia su manifestación cristiana. Contra lo que pudiere parecer, esa empatía no sólo no resta imparcialidad a la corona, sino que favorece un ejercicio de la garantía del pluralismo y la convivencia. Ésta es otra paradoja. Un rey católico, como el de España, es la mejor garantía de la no confesionalidad del cuerpo político.
- La corona, finalmente, ha sido capaz de integrar la diferencia plural de los pueblos del solar hispánico. Precisamente por su tradición integradora, y no jacobina republicana uniforme, en un momento determinado la corona podrá seguir siendo piedra angular de un renovado pacto constitucional que en España reconozca definitivamente la forma del federalismo subsidiario y su cultura de lealtad mutua, como clave para la repartición de los poderes competenciales en el marco de una Unión Europa que tiene el federalismo y la subsidiariedad como claves de su arquitectura constitucional expresada en el Tratado de Lisboa.
En 1931 escribía Machado que la monarquía había fracasado “a los ojos del pueblo” porque no la acompañaban los argumentos del éxito histórico o del sentimiento religioso. Por ello, concluía el poeta, la monarquía “no tiene defensa posible y, en verdad, nadie la defiende”.
Ochenta y nueve años después, no es ésta la situación. La monarquía y el ejercicio político (no el privado, personal, familiar, pero ¿cuándo importó esto en la república?) del anterior titular de la corona y el del actual han sido una historia de éxito histórico. Por esto, sí hay una razón cordial para defenderla.
La monarquía constitucional de 1876 acabó en fracaso porque amparó un golpe de estado y contribuyó a la destrucción de la nación española hasta 1931. La destrucción de España y de sus naciones continuó pretendida y realmente desde 1931 hasta 1975. La monarquía parlamentaria de 1978 no ha fracasado. No nos confundamos. Ahora estamos ante una historia de éxito.
La monarquía parlamentaria actual no deriva de un sentimiento religioso, sino que para muchos puede ser la mejor garantía de la plausibilidad del sentimiento religioso en la vida pública. La monarquía es la clave constitucional de la laicidad pluralista del cuerpo político y, por tanto, del respeto a los ciudadanos.
La monarquía puede ser –así se lo parece a muchos republicanos, no sólo a muchos monárquicos– la mejor garantía de la unidad del cuerpo político español en el marco europeo y en la composición federal subsidiaria de las naciones hispanas y de otras realidades reconocidas constitucionalmente.
Éxito, laicidad en el pluralismo y unidad en la diversidad son las tres razones de la razón cordial para defender la monarquía, y aún la corona, como la mejor forma política para nuestra sociedad democrática avanzada.
Desde hace décadas, nuestras democracias parlamentarias –independientemente de que sean república o monarquía– son aristocracias electivas. Elegimos alternativas entre las élites, minorías dirigentes y su entramado administrativo Share on X