Pueden parecer sorprendentes las declaraciones de las ministras Celaá e Irene Montero, en rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros por su contundencia y agresividad en relación con el llamado pin parental, que quiere implantar la comunidad murciana. Más allá de que se trate de una iniciativa de Vox, la realidad es que el tema posee desde el punto de vista político una entidad relativamente modesta. Se trata, en definitiva, de que para determinadas actividades extraescolares relacionadas con la educación afectivo sexual y la perspectiva de género los padres deben expresar su consentimiento explícito.
A esta iniciativa el Consejo de Ministros, que por lo visto dedicó una gran atención al tema y mereció la comparecencia conjunta de aquellas dos ministras, se pronunciaron en estos términos:
La ministra Isabel Celaá afirmó literalmente:
- Los hijos no son propiedad de los padres.
- (el pin parental) Vulnera claramente las competencias que tienen estos atribuidas por ley (las Comunidades Autónomas) para tomar sus decisiones curriculares.
- La pretensión de que los padres conozcan de manera anticipada y autoricen a sus hijos a acudir a una determinada actividad no es otra cosa sino una objeción de conciencia encubierta no aplicable al terreno de la educación como la sentencia del Tribunal Constitucional tuvo la oportunidad de establecer en 1987.
- El derecho fundamental constitucional de los niños y niñas a ser educados, y además también la competencia que tienen atribuida a los centros para tomar las decisiones curriculares.
- También por tratados europeos… tales como la Convención de los Derechos del Niño, la Declaración Universal de los derechos humanos, y algunos otros tratados.
Los razonamientos jurídicos de Celaá para recurrir la iniciativa de una autonomía, son forzados, o como mínimo muy parciales, porque olvida las competencias en materia de enseñanza de las Comunidades Autónomas, el artículo 27.2 de la Constitución, que establece el derecho de los padres a la educación moral y religiosa de sus hijos, y el artículo 27.7, que asimismo les faculta para intervenir en la gestión escolar. Por su parte, la Declaración Universal de Derechos Humanos en su artículo 26.3 establece que: los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que deberá darse a sus hijos. Obviamente los hijos, como todo ser humano, con la excepción del no nacido, que sí es a efectos de vida o muerte considerado propiedad exclusiva de la madre, no son propiedad de nadie, como si fueran un objeto, pero sí forman parte de una familia, portadora de derechos que en primer término ejercen los padres mediante la patria potestad, y esta tiene entre otras atribuciones la reconocida por la Constitución ya apuntada. No hay ningún paralelismo posible con la objeción de conciencia, que pertenece a otra lógica jurídica. Por otra parte, la referencia al Tribunal Supremo, es un tanto burda, porque trató sobre otra cuestión muy distinta: la escolarización doméstica, es decir, el derecho de los padres a que sus hijos no acudieran a la escuela y poco a ver, con unas concretas actividades extraescolares.
Pero en el fragor del debate, lo que han venido a cuestionar las ministras es el derecho de los padres a decidir no el “qué”, sino el “cómo” se educa en la sexualidad desde la fase infantil. Porque la cuestión tiene un claro empeño moral. La perspectiva de género desde las propuestas del gobierno, está encajada en la concepción queer, firmemente asentada en el ministerio de Igualdad con Irene Montero, y que se fundamenta en la interpretación de que las personas no tienen sexo, sino que este es asignado, que no existen dos sexos, y que es necesario que los niños desde la fase infantil desarrollen la autodeterminación y se identifiquen libremente con la identidad de género de preferencia. Para un mejor detalle sobre la educación escolar queer, haga click aquí. Esta concepción conlleva también un enfrentamiento con el feminismo tradicional de un sector de mujeres del PSOE.
La ministra Montero por su parte fue la encargada de formular la declaración de guerra en toda regla al afirmar que el Consejo de Ministros entendía que la posibilidad de que los padres autorizaran o no, determinadas actividades relacionadas con la educación afectivo sexual y la perspectiva de género, era un elemento claro de censura educativa y sobre todo de machismo, al mismo tiempo que consideraba que: para este Gobierno la educación en valores igualitarios, la educación afectivo sexual, es uno de los pilares de nuestra democracia. Es además, –consideró- la mejor forma de seguridad ciudadana. Hay un trasfondo importante en todo esto: la educación para la relación afectiva, para la relación sexual, ya no reposa en la familia, en la comunidad de creencias morales, sino en el Estado que se la apropia en nombre de la democracia y la seguridad. Es una formulación apartada de toda la concepción legal hasta ahora, en la que se presume que los primeros educadores son los padres, que la escuela complementa, mientras que esta tiene la principal tarea de instruir, con un complemento de los padres. En esta nueva visión tan conflictiva, los padres quedan reducidos a unos simples proveedores de bienes y servicios, y responsables de las condiciones materiales de sus hijos, pero despojados de toda capacidad educadora, que queda en manos del Estado. Ciertamente no es poca cosa y es para alarmarse.
La pregunta del millón es: ¿por qué Sánchez cede todo el protagonismo a Unidas Podemos, y su particular visión de la educación de los niños? Y la respuesta puede ser doble: porque la comparte, o no le importa en demasía, y porque con suerte no va a tener un presupuesto en ejecución hasta el último cuatrimestre del año, y mientras sus compromisos sociales quedan en nada, y hay que hacer hervir el puchero. Lo que sucede es que el tema escogido va a desencadenar una guerra cultural, que avivará las otras guerras que afligen a nuestra política.