El asesinato del general iraní Qassem Soleimani el pasado 3 de enero en el aeropuerto de Bagdad por un dron estadounidense ha sido una decisión reflexionada y coherente con los intereses de los Estados Unidos en Oriente Medio.
A pesar de que la inmensa mayoría de los medios estadounidenses y europeos han vuelto a tachar a Trump de irracional o temerario, la operación es fácilmente explicable por varias razones, tanto políticas como económicas.
Primeramente, hay que recordar que, a lo largo de los últimos años, Irán ha actuado como un actor perturbador de la ya escasa estabilidad de la región. Enviando recursos humanos, materiales y financieros a una miríada de guerrillas y organizaciones (incluidos grupos terroristas) en países como Yemen, Siria y Líbano, el régimen chií de Teherán ha propagado guerras civiles y posibilidad de ataques terroristas.
En todas estas campañas, el general Soleimani jugaba un papel clave como comandante de la Fuerza Al Qods, el brazo armado de élite del régimen en todo Oriente Medio. Su eliminación no es pues puro oportunismo, sino que tiene un importante objetivo político: frenar la a menudo nefasta influencia de Irán.
En segundo lugar, Irán ha llevado a cabo con impunidad una serie de ataques en el exterior de su territorio contra países con los que no se encuentra en situación de conflicto bélico, como buques petroleros de Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos. El régimen amenaza sistemáticamente a Israel con su destrucción total (sí, destrucción total). Irán abatió además un dron estadounidense sobre aguas internacionales el mes de junio. El asesinato de Soleimani supone pues una dolorosa advertencia para que Irán cese este comportamiento irresponsable.
En tercer lugar, los Estados Unidos acusan a Irán de haber orquestado el ataque contra su embajada en Bagdad pocos días antes la muerte de Soleimani en la misma ciudad, así como de ataques de milicias contra bases de la coalición internacional anti-Estado Islámico. La decisión de eliminar el general es pues justificable como un acto «defensivo», tal y como declaró la propia Administración Trump.
En cuarto lugar, si esta vez los Estados Unidos no han dudado en eliminar a una figura de primer orden como Soleimani, es también porque el contexto económico les es favorable. Ahora que Estados Unidos se ha convertido en un exportador neto de petróleo, Washington ya no teme una represalia de Teherán en forma de un alza de precio del crudo.
Además, la situación económica es particularmente mala para Irán, que no se puede permitir más presión sobre su economía nacional, muy debilitada por las sanciones estadounidenses. Y Washington sabe que cuanto peor vaya la economía, más débil será el régimen islamista iraní. Las recientes protestas en Teherán (brutalmente reprimidas) son una prueba, y el momento de unidad nacional generado por la muerte de Soleimani no tardará en desvanecerse.
En definitiva, el ataque refuerza la credibilidad de los Estados Unidos en Oriente Medio como un actor capaz de emplear la fuerza para defender sus intereses. Los conservadores estadounidenses esperaban desde hacía tiempo una señal fuerte como el asesinato de Soleimani para recuperar el prestigio ante sus aliados, volver a ser temidos por sus enemigos y respetado por los rivales.
Finalmente, hay que apuntar que Irán ha demostrado una y otra vez un total desprecio a la soberanía nacional de los otros países, empezando por la de sus aliados. El gobierno de Bagdad no puede pues denunciar una injerencia estadounidense por la muerte de Soleimani y no condenar el lanzamiento de misiles contra objetivos estadounidenses sobre suelo iraquí pocos días después como represalia.
Irán no actúa como un país responsable, y con la muerte de Soleimani, los Estados Unidos se han limitado a recordarlo al mundo entero.