La corrupción política en España ha llegado a ocupar los medios de comunicación y el debate político hasta un punto en que puede llegar a saturar la percepción y el entendimiento de los ciudadanos. Es necesario reflexionar para poner las cosas en su sitio y darles su justa medida y alcance.
Para empezar, que se haya llevado a los tribunales y se haya condenado a exministros y expresidentes regionales, es una contundente señal de integridad del sistema. Si en algún momento la corrupción se tolera, los mecanismos de nuestro propio sistema la detectan, la persiguen y la condenan. Sin duda, se podría haber hecho mejor, más rápido y sin tener que sortear tantas dificultades, pero se ha conseguido y eso es algo de lo que nos tenemos que felicitar todos los españoles.
En segundo lugar, en los casos más mediáticos, que afectan a los dos grandes partidos tradicionales, nos encontramos con dos tipos de corrupción, ambos condenables, pero con medios e intenciones diferentes.
En un caso, el poder se utilizó para apropiarse de dinero. Algunos empresarios conseguían adjudicaciones de obras o actos de campaña a cambio de comisiones a los políticos adjudicatarios. Algo de ese dinero también llegaba al partido, en forma de servicios gratuitos o de donativos. El poder era el medio, el enriquecimiento era el fin.
En el otro caso, el dinero se utilizó para asegurar el poder. Dinero público se desviaba a ayudas injustificadas a amigos o simpatizantes, que influían en su entorno para mantener el voto hacia el partido gobernante. En este caso, los políticos implicados y el mismo partido se beneficiaban directamente asegurando su cuota de poder, e indirectamente por la financiación pública a los partidos en función de su representación y por los cargos que mantenían en el gobierno regional.
En ambos casos, se malversaba dinero público y se obtenía un beneficio. En el primero, el beneficio era fundamentalmente económico, en el segundo el beneficio era económico para el amigo y político para el dirigente público.
No se trata de definir cuál de las dos modalidades es peor, o cual merece un trato más duro, al fin y al cabo, nos enfrentamos con dos variantes de un mismo problema: el bien particular (poder y enriquecimiento) se ha impuesto sobre el bien común (la justa administración de los bienes públicos), cuando debería ser al revés: el bien común debe ser prioritario sobre el bien particular.
Así la justicia (bien común) se ha impuesto sobre la impunidad.