Catalunya, y con ella España, vive una situación difícil y dolorosa. Los cristianos no somos indiferentes a los sufrimientos y conflictos de la sociedad, porque profesamos una fe que aporta esperanza en las vicisitudes humanas. La manera como abordamos los sufrimientos y las confrontaciones no puede ser, sin embargo, la misma que la de las ideologías seculares, porque si somos fieles a la fe que profesamos, nos tenemos que sentir llamados a ser, como dijo Jesús en el Sermón de la Montaña, constructores de paz.
La paz, que como dice San Agustín en La Ciudad de Dios, es la tranquilidad que deriva de un orden justo, donde la gente es escuchada, se expresa con libertad y respeto. Donde cada uno, sin menos preciar el otro, cumple con sus obligaciones cívicas, y se desarrolla con tanta plenitud como sea posible. Cuando surge el desorden como fruto de un malestar objetivo, es señal que hay aspectos de la realidad que no responden en grado suficiente a la justicia. Entonces, la tarea es doble: apaciguar el conflicto, y buscar una solución real a sus causas.
Las causas no son sólo internas. En parte proceden también de condicionantes externos poderosos, de las tensiones y contradicciones globales de nuestro tiempo, entre identidad y globalización, entre justicia social y desigualdad, entre libertad y seguridad, y entre legalidad y aspiraciones de partes considerables de la población. Y también, junto con las causas que desencadenan y alimentan el conflicto, encontramos la incapacidad mostrada hasta ahora por las ideologías seculares para apaciguarlo y encontrar caminos de conciliación y de solución.
Es fácil imputar a los otros la causa del malestar, pero esta actitud nunca ha sido la solución. Es necesario otro enfoque:
Hace falta apelar a la justicia para todos, más como virtud que como tribunal. Y los cristianos tenemos que proponer, además, la misericordia, porque tal como escribe Guardini en El Señor, quien rehúsa la misericordia acaba cometiendo injusticia. Hay que apelar a la modesta paciencia porque facilita que no absoluticemos nuestro punto de vista y valoremos todo lo que pueda tejer vínculos de concordia, por tenues que parezcan. No es fácil porque están en juego convicciones fuertes y sufrimientos intensos ocasionados por el conflicto y por los encarcelamientos causados por lo mismo. Todo despierta pasiones muy profundas. Hay que superarlas para construir la concordia, la armonía que Aristóteles establece como aquello que es bueno y práctico para la comunidad, y que exige gobernar por el bien de todos, y no sólo para una mayoría. Eso es el bien común. Cómo construirlo en Catalunya, y en España, es el reto que estamos llamados a responder.
Hay que recuperar la fraternidad, reconocer en el otro la dignidad inherente a toda persona, piense como piense, e identificar aquellos elementos nucleares que nos unen, con la convicción de que son más fuertes, sólidos, y valiosos que lo que nos separa.
Hace falta que todos nos escuchemos, nos respetemos y permanezcamos atentos a aquello de positivo que pueda venir de los que no piensan como nosotros. Hace falta que ninguna victoria, siempre provisional, no suponga una humillación, que nadie se sienta totalmente derrotado, perseguido ni excluido.
Somos seres hechos para amar; capaces de darnos a causas nobles, llamados a vivir libremente en un marco de convivencia basado en el bien común. Anhelamos la felicidad, pero a menudo la buscamos por senderos extraños que reportan sufrimiento y desazón. Hemos de ser capaces de ver lo y fortalecer nuestros lazos para construir una comunidad social y política, pacífica y armónica, donde quepan todas las opciones políticas por diversas que sean porque si son ejercidas pensando en el bien común hay algo de positivo. Sólo la violencia que se impone a la libertad del otro es excluida.
Los cristianos serviremos con eficacia a la concordia y al bien común, si más allá de nuestras diferencias por ideologías seculares, anteponemos el mandato de Jesús. Cuanto más difícil es la situación, más se tiene que manifestar la condición cristiana: ¿“Si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa merecéis? ¿Y si sólo saludáis a vuestros hermanos, qué hacéis de extraordinario? ¿Qué recompensa merecéis?”. “Pues yo os digo, amada vuestros enemigos”.
Es por ese mandato que hay que trabajar para construir espacios dentro y fuera de la Iglesia en los qué todos podamos compartir, y reflexionar, y rogar juntos en la luz del Evangelio.
También hay que buscar con el conjunto de la Iglesia catalana una línea común de acción que dé voz pública a la Iglesia y que proponga a la sociedad vías prácticas para progresar en el bien común. Un primer paso podría ser una jornada de plegaria, porque rogar es abrirse a una visión más amplia y serena, que culminara en la unión en la eucaristía. Lo que los seres humanos no podemos, Dios sí lo puede.
Texto elaborado por: Albert Batlle, Josep Maria Carbonell, Míriam Díez, Eugeni Gay, David Jou, Jordi López Camps, Margarita Mauri, Josep Miró i Ardèvol, Montserrat Serrallonga y Francesc Torralba.
Artículo publicado en La Vanguardia, el domingo 8 de diciembre de 2019