La utopía solo es buena si la vía a seguir consiste en una serie de logros reales que nos acercan a ella. Si no es así, su ruta conduce al extremismo estéril o a la justificación de la inutilidad. El cristianismo tiene como fin la felicidad eterna, pero el camino está empedrado de valores a realizar y virtudes que practicar. El cielo, modestamente, empieza aquí y ahora.
Las crisis múltiples que aquejan a nuestras sociedades necesitan, es cierto, de una respuesta utópica, y una de las raíces de los populismos consiste en que alientan esta esperanza entre quienes se consideran maltratados por el sistema del poder establecido. Pero no superaremos las crisis con su simple menosprecio, sino indagando qué de justo hay en sus quejas. Sus respuestas pueden estar en buena medida equivocadas, pero no lo están la mayoría de las causas iniciales que las impulsan.
Por eso es necesario construir una nueva posición que asuma los problemas reales que impulsan al populismo, y aporte respuestas eficaces en términos de bien común, de bienes comunes y generales, en lugar de las basadas en el enfrentamiento. Que asuma las líneas de fuerza que son necesarias y realistas, europeísmo, subsidiariedad, bienestar, pero no como grandes abstractos, sino al servicio de la gran mayoría de la población y en especial de los hasta ahora más desfavorecidos; que sepa construir en democracia y por tanto en la pluralidad, las tres identidades destruidas a causa de la descristianización, la crisis del sentido del trabajo y la confusión en la identidad humana del significado de ser hombre y mujer. El fin no es otro que promover la gran transformación a través de una estrategia bien articulada de reformas políticas económicas y de una regeneración moral. Aportar seguridad sobre el futuro mediante el afianzamiento del progreso técnico y científico, y la herencia cultural y moral de nuestra civilización.