El período que va desde la redacción y aprobación de la Constitución de 1978 hasta la actualidad (prácticamente 45 años) ha sido el lapso de tiempo de mayor prosperidad económica, mayor progreso social, y mayor disfrute de las libertades tanto individuales como colectivas en toda la historia del Reino de España y, por tanto, de Catalunya.
Cualquier intento por desprestigiar, menospreciar, renegar o sustituir esta exitosa experiencia colectiva sólo puede hacerse desde planteamientos puramente ideológicos, arcaicos, negacionistas de la realidad basada en datos de todo tipo, y con una única voluntad de hacernos volver atrás a un escenario político y social de enfrentamiento civil.
Esta etapa de progreso colectivo ha tenido lugar, además, en un contexto de plena integración de España en los dos ámbitos de construcción política compartida y de colaboración militar que cobijan las democracias liberales de nuestro continente y más allá: la Unión Europea y la OTAN.
Todo esto es nuestro patrimonio colectivo, construido durante estas cuatro décadas con mucho tesón y esfuerzos, y es un legado que hay que transmitir a las generaciones que vendrán porque es la expresión más elevada, amplia y duradera en el tiempo de la civilización occidental identificada con los valores expresados en la Declaración Universal de Derechos Humanos, y que deben ser norte y guía para el conjunto de las sociedades políticas del mundo, para el conjunto de la humanidad.
Este modelo de éxito se ha construido con la conjunción de aportaciones ideológicas y morales diversas, pero es innegable la hegemonía de los principios inspiradores del humanismo cristiano, que se encuentran en las raíces comunes y constitutivas de la cultura europea, por ello aquellos que nos reclamamos modestos continuadores de la tradición política de las democracias cristianas, debemos ser defensores especialmente beligerantes frente a los ataques y los intentos de todo tipo por desprestigiar y acabar destruyendo este modelo de consenso, libertades y progreso.
Pero estos 45 años no han pasado en vano. De una era de cambios hemos pasado a un verdadero cambio de era. Un cambio de estaba más lleno de incertidumbres de lo que se podía prever. Incertidumbres derivadas sobre todo de la globalización del comercio mundial y de los intercambios transfronterizos de todo tipo (personales, culturales,….), así como de la inesperada inestabilidad geopolítica causada por la criminal invasión rusa de Ucrania.
Estos dos hechos de gran trascendencia se han sumado a otros fenómenos desestabilizadores presentes en todas nuestras sociedades occidentales desde hace algunas décadas: la presión migratoria, la multiculturalidad, la decadencia moral, las disfunciones del sistema, el empobrecimiento de las clases medias, … Y también otras de origen más local: las desigualdades, la crisis del estado del bienestar, el encaje de Catalunya en el contexto español y europeo, la desindustrialización del país, …
Estos fenómenos patológicos, tanto los generales como los particulares, han llevado al sistema político constitucional a sucesivas crisis de estrés institucional y social, que no siempre han sido bien diagnosticadas ni tratadas con las terapias más adecuadas, ni tampoco se han adoptado las medidas preventivas de carácter estructural que podían aliviar tanto los síntomas como -sobre todo- las recaídas.
Hacer un listado completo sería una tarea que supera las pretensiones de esta modesta reflexión, pero podemos mencionar como referentes más cercanos la crisis financiera global de 2008 a 2017, y el proceso secesionista catalán.
Estos dos ejemplos permiten observar las dos derivadas más peligrosas del presente momento en nuestro país, y que debemos denunciar y atacar con firmeza si queremos seguir preservando el régimen de libertades constitucionales que disfrutamos, vinculado a la profundización del proceso de construcción política de Europa frente a las amenazas externas.
Tanto la crisis financiera como la relación entre Catalunya y el resto del Reino de España comparten una parte troncal de sus respectivos discursos políticos, que se construyen a partir del victimismo y de las consignas simplistas como solución para los complejos problemas.
La izquierda y la derecha protagonistas de la transición política y de la construcción del régimen constitucional han sido objeto de sendas mutaciones como resultado de la penetración de ese discurso victimista en sus diversas manifestaciones.
En el ámbito de la izquierda española, el populismo ha comportado la aparición de fuerzas políticas antisistema que quieren acabar con la Constitución de 1978 bajo una mal disimulada voluntad de revancha y reescribir la transición desde el franquismo a la democracia. Esta fiebre antisistema no sólo ha generado nuevos partidos, sino que también ha afectado desgraciadamente al PSOE en su versión “sanchista”, que es una reedición aún más perversa que el “largocaballerismo” de los años 30 del siglo pasado.
La derecha no ha estado ajena a esta ola de populismo, y VOX representa una escisión de la derecha tradicional con recetas claramente rupturistas respecto a los valores constitucionales y, sobre todo, respecto a la apuesta europeísta.
Pero la derecha estatal no ha sido la única afectada por el virus del populismo. La derecha nacionalista catalana ha realizado una peligrosa mutación hacia el supremacismo xenófobo y claramente antidemocrático. Con los matices correspondientes, tanto ERC como JXC y la CUP (que es una simbiosis de ambas mutaciones, la de la derecha y la de la izquierda), han creado una profunda división dentro de la sociedad catalana, y con la de la resto del estado, que son una ruptura sin precedentes en la histórica tradición democrática del nacionalismo, sobre todo durante la transición.
El victimismo irracional es la puerta de entrada tanto del populismo antisistema como del supremacismo xenófobo.
Identificar bien estos dos comportamientos y combatirlos tanto ideológica como políticamente es crucial. Porque los avances de los populismos y del supremacismo se pagan con importantes cuotas de libertad individual y colectiva.
El populismo, especialmente los de izquierdas, se afana por apropiarse de los mecanismos de poder estatales en clave policial y dirigir la sociedad con consignas que la dividen y la enfrentan, y que quieren convertir a los ciudadanos críticos y libres en súbditos atemorizados. Los casos de Venezuela y Nicaragua son las manifestaciones más desgarradoras.
El victimismo nacionalista mutado en supremacista es, si cabe, aún más pernicioso, porque defiende sin tapujos la superioridad de unos ciudadanos sobre otros en base a pretendidas razones culturales, lingüísticas, o de sangre. Son la semilla de la serpiente.
Y en ese punto nos encontramos. La defensa de las libertades vuelve a ser prioritaria como llevaba años sin serlo. La libertad y la democracia están en peligro, amenazadas quizás desde fuera, pero sobre todo dinamitadas desde dentro.
La defensa de las libertades vuelve a ser prioritaria como llevaba años sin serlo. La libertad y la democracia están en peligro, amenazadas quizás desde fuera, pero sobre todo dinamitadas desde dentro Share on X