Se ha abierto de nuevo el debate, porque Andalucía, siguiendo el camino iniciado por Madrid, ha decidido liquidar el impuesto sobre patrimonio y además el presidente Moreno ha asegurado que pensaba llevar a cabo una reducción de la fiscalidad autonómica. Lo que seguramente sobraba en todo esto era el llamamiento a las empresas catalanas para que se trasladaran a Andalucía, dada la elevada presión fiscal que soportan en Catalunya. Este hecho y la iniciativa de abrir una oficina en Barcelona ha crispado sus ánimos. Seguramente sobraba el discurso de Moreno, que explota una brecha que sigue siendo rentable en España, sobre todo después de los hechos del 1-O, que es “castigar” a los catalanes. Pero esta desafortunada actitud no debe ocultar una realidad patente. En Cataluña se vive una presión fiscal muy elevada.
Traducir lo que hace Madrid y ahora Andalucía en términos de dumping fiscal es exagerado, pero es que, además, unos autonomistas y federalistas que no fueran de vía estrecha deberían asumir la posibilidad de que exista competencia en el terreno de la fiscalidad. No digamos ya si además quisieran configurarnos como estado independentista.
En la UE esta competencia fiscal existe y es una de las razones por las que el impuesto sobre el patrimonio está prácticamente desaparecido, excepto en el caso español, lo que ya debería abrir paso a la reflexión, porque si somos tan europeístas, quizá debería serlo en todo. Y si se quiere hablar de dumping fiscal es mejor girarse hacia Luxemburgo, Irlanda y Países Bajos, que son el escándalo permitido de Europa.
Seguramente, si en lugar de estos países, los que llevaran a cabo estas prácticas fiscales fueran Polonia o Hungría ya estarían yendo hacia el cadalso construido por la CE. Y si se quiere hablar de dumping fiscal en el caso español, el ejemplo no está en Madrid, sino, como es evidente, en el País Vasco y Navarra. Sobre todo en el caso del primero y no tanto por la foralidad como por el llamado cupo fiscal que es muy favorable al desequilibrio contra los ingresos de la hacienda estatal y muy positivos para los vascos.
De hecho, la competencia fiscal se establece no sólo entre estados, sino entre municipios, y no ocurre nada. Por tanto, el problema no es que unas comunidades decidan hacer pagar menos y otras más. Esta diferencia comporta competitividad y, en consecuencia, una mayor eficiencia en las administraciones públicas, que falta les hace. Lo que hace falta es que la legislación que regula las autonomías resuelva un problema crónico que es el de la responsabilidad fiscal.
Es decir, que, a partir de unas cuentas claras y de la existencia de un fondo de solidaridad transparente, cada autonomía sea responsable de gestionar sus ingresos y gastos con absoluta libertad sin derecho a recurrir a llorarle más ingresos al estado. Ahora, como el sistema de financiación es confuso, nada transparente y dotado de escasa responsabilidad fiscal, el revoltijo se produce con facilidad.
Lo que necesitamos, y ésta debería ser la bandera catalana, es un sistema de financiación que, siendo justa la relación entre ingresos y gastos, otorgue un amplio margen de decisión, es decir, de responsabilidad fiscal.