El turismo, se nos ha dicho durante décadas, es una historia de éxito. Y en parte lo es: en 2023, España fue el segundo país más visitado del mundo, solo detrás de Francia, con más de 85 millones de turistas internacionales. De ese total, Cataluña recibió más de 18 millones, y Barcelona, más de 12 millones solo en alojamientos reglados, una cifra que no incluye cruceristas, excursionistas de un solo día ni visitantes en viviendas turísticas ilegales. Sin embargo, como ocurre con tantos éxitos económicos, la pregunta no es solo cuánto se gana, sino también a qué coste.
Y ese coste —ese saldo no registrado en los balances— es el de las externalidades negativas. Concepto técnico en economía, pero profundamente tangible en la vida de quienes habitan ciudades como Barcelona. Las externalidades negativas son los efectos colaterales de una actividad económica que no asume quien la genera, sino terceros. En el caso del turismo, este coste oculto lo pagan los residentes, los ecosistemas locales, el patrimonio urbano, la salud pública y, en última instancia, la cohesión social.
Coste ambiental: más allá del CO₂
El impacto medioambiental del turismo suele asociarse de inmediato al transporte aéreo, y con razón. En Cataluña, alrededor del 80 % de los visitantes internacionales llegan por avión. Cada trayecto emite cientos de kilos de CO₂, en trayectos que suelen durar solo unos pocos días. Pero reducir el impacto ambiental al carbono es quedarse corto. En contextos de sequía estructural como el catalán, el turismo intensivo ejerce una presión crítica sobre los recursos hídricos: en temporada alta, el consumo de agua en zonas como la Costa Brava puede triplicar el consumo habitual de la población residente.
Además, hay un impacto ecológico más difuso pero igual de significativo: erosión del litoral, congestión de espacios naturales, generación masiva de residuos, y contaminación acústica. En Barcelona, el ruido turístico —fiestas, bares, aglomeraciones— ha sido identificado como una de las principales fuentes de malestar ciudadano en encuestas municipales.
El turismo en Barcelona genera 9,6 millones de toneladas de CO₂eq al año, con 30 millones de visitantes anuales y una estancia media de 3,3 días. Esto equivale a 96,9 kg de CO₂eq por visitante por día. Coste social del carbono: $180/tonelada (estimación común en 2025). Coste por turista: 0,32037 toneladas × $180/tonelada ≈ $57,67. El 95,6% de estas emisiones provienen del transporte de llegada y salida, especialmente la aviación
Consumo de agua: En España, un ciudadano medio consume unos 127 L/día, mientras que el consumo atribuible a cada turista (hoteles, restauración, ocio, etc.) varía entre 450 y 800 L/día. Esto provoca picos extremos en destinos turísticos. Por ejemplo, en agosto de 2019 el consumo de agua en municipios de Canarias creció un 11% sobre la media anual (213.973 m³ extra) debido al turismo de sol y playa, requiriendo funcionar al 100% las plantas desaladoras para abastecer la demanda.
Generación de residuos: Los turistas producen una cantidad significativa de basura urbana y plásticos. En Barcelona se estima que los alojamientos turísticos generan el 9,2% de todos los residuos de la ciudad. Estas cifras, extrapolables en parte a otras zonas de alta afluencia, suponen costes ambientales como vertederos adicionales y emisiones asociadas a la gestión de residuos
Coste urbano y habitacional: la ciudad que se desplaza
Barcelona es una ciudad con una superficie limitada y un parque de vivienda tensionado. En este contexto, el auge de los alquileres turísticos de corta duración ha tenido efectos profundos en la estructura urbana. En el distrito de Ciutat Vella, casi un 20 % de las viviendas están dedicadas al alquiler vacacional, lo que ha contribuido a una subida del 72 % en los precios del alquiler en la última década.
Esto no solo encarece el acceso a la vivienda, sino que provoca el desplazamiento de residentes, la desaparición de comercios de proximidad y la conversión de los barrios históricos en escenarios para el consumo rápido. La ciudad se vuelve escaparate, y quienes la habitan pierden progresivamente su lugar en ella.
Coste social y comunitario: del vecindario al decorado
Las transformaciones físicas derivan en cambios sociales: cuando los vecinos son sustituidos por huéspedes de fin de semana, el tejido comunitario se debilita. Ya no hay relaciones de confianza, ni redes de ayuda mutua, ni participación en la vida del barrio. Surgen conflictos: ruido, incivismo, despersonalización del espacio público. Este es uno de los aspectos más difíciles de medir, pero más presentes en el discurso ciudadano. No es raro oír en barrios como el Born o la Barceloneta frases como “esto ya no es un barrio” o “solo quedamos los viejos”.
El coste emocional de vivir en una ciudad invadida —el llamado síndrome de Venecia— afecta al bienestar psicológico de los residentes. No se trata de xenofobia, sino de una sensación de pérdida: pérdida de control, de identidad, de cotidianidad. Es una externalidad que no figura en las estadísticas, pero que se repite una y otra vez en las asambleas vecinales y encuestas cualitativas.
Coste cultural: la banalización del patrimonio
Barcelona presume, con razón, de un patrimonio artístico y arquitectónico inigualable. Pero el turismo masivo, lejos de protegerlo, tiende a reducirlo a mercancía. Lugares como la Sagrada Familia, el Park Güell o el barrio Gótico se han convertido en símbolos hipervisualizados que muchos barceloneses evitan. Ya no se disfrutan, se esquivan. Los eventos culturales se adaptan a las modas del visitante. Las fiestas populares se rediseñan para ser «instagrameables». Y la cultura deja de ser una práctica viva para convertirse en un producto estandarizado.
Además, los espacios patrimoniales sufren un desgaste físico acelerado. Según datos del propio consistorio, el coste de mantenimiento de zonas monumentales se ha duplicado en la última década, sin que el turismo asuma directamente ese sobrecoste.
Coste fiscal y de servicios públicos
Un turista utiliza el espacio público, consume agua y energía, genera residuos y utiliza el transporte. Pero paga pocos impuestos. Las tasas turísticas actuales, si bien útiles, son aún limitadas. En 2023, Barcelona recaudó unos 95 millones de euros en tasas turísticas, frente a un gasto estimado de más de 120 millones en servicios extraordinarios derivados del turismo (limpieza, seguridad, mantenimiento urbano, campañas de civismo, refuerzo del transporte público).
La ratio visitantes/residentes alcanzó el 10,3% en 2019. Además, “el impacto medio de un turista sobre el gasto es el 52,8% del de un residente”, y el turismo llegó a representar el 5,82% del gasto total del Ayuntamiento (2,05% de los ingresos fiscales). Esto implica que el municipio destina recursos adicionales (policía, ambulancias, limpieza urbana, transporte público extra) para atender visitantes, costes que no siempre paga el turista, ni el sector
La diferencia la asume el conjunto de la ciudadanía. ECONFIX propone aquí una solución contundente: aumentar las tasas turísticas para cubrir todo el coste real de las externalidades. Es decir, que el precio de venir a Barcelona refleje, al menos en parte, lo que significa para la ciudad recibirlos.
Repensar el modelo: turismo de calidad y datos de calidad
A escala catalana y española, la OCDE subraya que es necesario realizar “inversiones significativas” en transporte y otras infraestructuras para soportar la carga turística, lo que supone costes para la administración.
Por ejemplo, los vuelos de bajo coste y puertos vacacionales atraen visitantes, pero los aeropuertos necesitan expansión y las carreteras un mantenimiento extra, financiado mayoritariamente por impuestos generales. Hay un coste externalizado del turismo que pagamos los ciudadanos.
Hoy sabemos cuánto gastan los turistas, pero no cuánto cuestan. Faltan estudios sobre el impacto del turismo en la salud pública, en la equidad urbana, en el metabolismo energético y en la resiliencia ecológica de la ciudad. Solo con esta información se podrán diseñar políticas sostenibles, coherentes y legítimas.
No puede limitarse a medir el turismo como en tiempos de Franco: celebrar su número cada año y su aportación global al PIB.
Es necesaria una contabilidad integral y por ello es imperativo una contabilidad satélite del turismo en la contabilidad nacional. Esta es la base. Es también urgente un aumento significativo de las tasas turísticas. Por ejemplo, en Barcelona solo para compensar el impacto sobre el CO2 emitido debería aplicarse 56 $ a cada turista. No puede ser que por razones ambientales las presiones y costes sobre los residentes sean cada vez más exigentes, y los turistas no aporten nada por su parte. También debe producirse una mayor exigencia laboral sobre el sector en términos de salarios, a fin de que se traduzcan en un aumento de los precios y de la calidad, a fin de detener y minorar su crecimiento
Barcelona, como Cataluña y España como tantas otras ciudades mediterráneas, se encuentra en una encrucijada. Puede seguir explotando su atractivo a corto plazo o comenzar una transición hacia un turismo más equilibrado. Un turismo que no ignore sus externalidades, sino que las asuma, las mitigue y las compense.
Como ocurre con tantos éxitos económicos, la pregunta no es solo cuánto se gana, sino también a qué coste Compartir en X