Sin vergüenza (I). Los incendios forestales y el pacto de Estado

Este verano se ha quemado media España. No es una forma de hablar. No es una exageración de esas que se lanzan en una tertulia de sobremesa para provocar. Es, sencillamente, lo que ha sucedido. Nada menos que trescientas treinta mil hectáreas calcinadas, especialmente en Castilla y León, Galicia y Extremadura, aunque también en Andalucía y Valencia.

No se trata de fuegos sueltos, de pequeños focos aislados que se apagan con rapidez. No. Hubo un momento en que más de cien grandes incendios ardían simultáneamente, en un espectáculo devastador que afectaba —en términos administrativos— a más de un tercio del país.

Y mientras todo esto ocurría, el Estado —nuestro Estado— brillaba por su ausencia. Como ya pasó con la famosa DANA en Valencia, la administración central decidió no intervenir directamente, no asumir la coordinación que una catástrofe de esta envergadura requería. No declarar la Emergencia Nacional, que para situaciones como esta, y como la de la DANA, existe esta figura jurídica.

Las comunidades, los municipios, los voluntarios, los vecinos, cada uno hizo lo que pudo, lo que supo, lo que quiso. Y el resultado fue, por supuesto, lo que cabía esperar, un desastre, porque sin prevención de los grandes incendios ni gestión forestal estaba asegurado.

Aquí es donde uno se hace preguntas sencillas, de esas que parecen ingenuas por lo evidentes: si el Estado no actúa en una tragedia de esta magnitud, ¿para qué está? ¿Para leer discursos? ¿Para repartir culpas en ruedas de prensa? ¿Para anunciar pactos? La respuesta oficial, como era de prever, no ha sido ni un informe serio, ni un análisis técnico, ni una rendición de cuentas mínimamente honesta. No.

El presidente del Gobierno ha optado, una vez más, por lo que él cree que es altura de miras y no es más que escapismo político: ha propuesto un pacto de Estado contra la emergencia climática.

No es que el pacto sea una mala idea. Es que, dicho así, suena a excusa fabricada sobre las cenizas aún humeantes. Es el equivalente político a mirar al techo cuando te preguntan algo incómodo. Lo que se necesitaba era actuar con rapidez, con eficacia, con responsabilidad institucional. No es una cuestión ideológica: es una cuestión de sentido común. Pero en este país, el sentido común se ha convertido en una rareza, como el buen vino en las gasolineras.

Lo más alarmante no es ya el incendio —que también—, sino la indiferencia burocrática con la que se ha aceptado. Las imágenes del humo cubriendo pueblos enteros, los campos convertidos en paisajes lunares, los animales carbonizados, los montes reducidos a esqueletos negros… todo eso ha quedado como fondo de pantalla de un verano más. Y después, silencio. O peor: palabras grandes, vacías, huecas como globos desinflados.

El pacto, por supuesto, no es más que una excusa improvisada. Una maniobra de distracción envuelta en palabras huecas. Lo más llamativo es que se ha parido después de los incendios —cuando ya no quedaba nada por apagar, salvo las conciencias—, y se ha presentado en pocos días, como si se tratara de un boletín urgente redactado por un grupo de asesores con prisa y sin memoria.

Si realmente se hubiera querido hacer algo serio, algo con sustancia, lo primero habría sido elaborar un plan bien pensado. Llamar a las comunidades, a los técnicos, a los científicos, a los alcaldes, a los responsables de los montes, a los bomberos de verdad. Coordinar, escuchar, discutir. Y luego, y solo entonces, presentar el resultado como una propuesta de pacto. Eso tendría sentido. Lo otro —lo que han hecho— es, sencillamente, una falta de respeto. Una manera de mostrar que no se tiene el menor asomo de vergüenza ante la tragedia de tanta gente.

Porque lo que hace falta, y con urgencia, no son palabras, sino respuestas específicas. Por un lado, una gestión forestal adecuada del conjunto de los bosques de España. Esto requiere dinero, y no poco: entre 800 y 1.000 euros por hectárea arbolada. Por otro lado, hacen falta planes serios de lucha contra los grandes incendios forestales, esos que no se pueden contener de entrada y se extienden como una mancha negra imparable, con frentes kilométricos.

Pero Sánchez, fiel a su estilo de inflar la retórica y vaciar la acción, ha decidido que su pacto no se limitará a los incendios. Lo ha ampliado a todo lo que huela a emergencia climática: lluvias, sequías, tormentas, temperaturas, y quizá, de paso, el mal humor atmosférico. Y como si esto no fuera ya bastante vaporoso, ha añadido una petición: más exigencia a la Unión Europea. Lo cual está muy bien, pero suena mucho mejor si uno empieza por casa.

Porque si hablamos de emergencia climática y lo hacemos en serio, la cuestión no se limita a los bosques, es mucho más amplia. Afecta a aquello  que altera substancialmente las condiciones climáticas, emisiones de gases invernadero, CO₂, Metano… en primer término, y entonces  hay que mirar de frente dos realidades incómodas pero inevitables: el turismo y la inmigración masivos.

Cada año llegan a España decenas de millones de turistas —una cifra que roza ya los cien millones—. Esto tiene un impacto ambiental descomunal, al que nadie parece querer mirar de frente. Hacer como si no existiera es una trampa escandalosa. Y lo mismo puede decirse de la inmigración: cuando es masiva, como en el caso español, multiplica la huella ecológica. Porque el impacto medioambiental de los inmigrantes en sus países de origen era entre cinco y nueve veces menor que el que generan una vez aquí. Ignorar este hecho es falsear completamente el relato de la lucha climática.

Pero no acaba aquí la cosa. Como es costumbre en este gobierno, en vez de mejorar lo que ya existe, se propone crear nuevas estructuras. Ahora se habla de una agencia estatal para coordinar las catástrofes. Lo curioso —y también lo grave— es que esta función ya la puede realizar el Estado actualmente. Existe la Protección Civil nacional, que aunque limitada en tiempos normales por las competencias autonómicas, puede asumir la dirección plena en situaciones de emergencia, como ya ocurrió con la COVID. Entonces, el Ministerio de Sanidad, vacío y testimonial, pasó a centralizarlo todo. Mal, pero lo hizo.

Por tanto, no hace falta una nueva agencia. Hace falta voluntad política y una gestión decente.

Y aún hay más contradicciones. El presidente habla de nuevas estructuras, nuevos recursos, nuevos planes… pero no tiene presupuestos. No los tiene ahora, ni para el año que viene. Entonces, ¿cómo piensa financiar todo esto? ¿Con qué dinero? Porque sin un presupuesto aprobado para 2026, todo lo demás no es más que humo. Primero viene el presupuesto. Luego, si acaso, el pacto. No al revés.

Sánchez acabó su discurso con otra promesa: más exigencias a las comunidades autónomas. Muy bien. Pero eso está legalmente condicionado: el Estado no puede establecer nuevas obligaciones sin la financiación correspondiente. Y el problema es, además de la señalada falta de presupuestos del estado, que el sistema de financiación autonómica lleva más de una década pendiente de revisión. Si en siete años no han sido capaces ni de plantear un nuevo modelo, ¿qué credibilidad puede tener ahora este nuevo requerimiento?

Todo esto tiene un solo nombre. Se llama actuar políticamente sin vergüenza. Y lo peor es que ya ni siquiera lo disimulan.

Sin presupuesto aprobado, sin plan real, sin financiación autonómica... ¿Qué clase de pacto de Estado es este? #Presupuestos2026 #GobiernoEspaña #EmergenciaClimática Compartir en X

Després d'un any del govern Illa, ets capaç d'identificar 3 grans realitzacions que hagi dut a terme? (no anuncis de propostes, projectes, acords).

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