Vayamos por partes y centremos los conceptos, que algunos los carga el Diablo.
Los rasgos paranoicos son características o patrones de comportamiento que reflejan una tendencia a la paranoia, pero no necesariamente alcanzan el nivel de un trastorno clínico.
Sánchez presenta de manera reiterada y abundante estos rasgos que incluyen según el manual:
- Desconfianza persistente: Creer que los demás mienten, engañan o tienen motivos ocultos, incluso sin pruebas.
- Hipersensibilidad a las críticas: Interpretar comentarios neutros o constructivos como ataques personales.
- Suspicacia excesiva: Dudar constantemente de la lealtad o intenciones de amigos, familiares o colegas.
- Rencor prolongado: Guardar resentimientos o rencores por percibir ofensas que otros podrían considerar menores.
- Interpretación errónea de eventos: Ver significados amenazantes en situaciones cotidianas o neutrales (por ejemplo, asumir que una mirada casual es una señal de hostilidad).
- Aislamiento social: Evitar relaciones cercanas por miedo a ser traicionado o herido.
- Hipervigilancia: Estar constantemente alerta ante posibles amenazas o engaños.
Estos rasgos pueden variar en intensidad y no siempre indican un trastorno mental, pero si son persistentes o interfieren significativamente en la vida diaria, podrían requerir evaluación profesional. En contextos clínicos, los rasgos paranoicos suelen evaluarse mediante entrevistas y cuestionarios psicológicos para determinar si cumplen criterios diagnósticos, como los establecidos en el DSM-5 o CIE-11.
Se caracteriza por una interpretación constante y distorsionada de la realidad, en la que todo lo negativo que le ocurre confirma su creencia de que está siendo perseguido. Este patrón es típico de la paranoia persecutoria, un subtipo de trastorno paranoide de la personalidad o, en casos más graves, un rasgo dentro de una psicosis paranoide.
Hay cinco rasgos que definen bien a un personaje dominado por una estructura paranoide:
- Interpreta todo lo negativo que le ocurre como señal de una persecución organizada.
- Vive en estado de alerta constante, sospechando de todos menos de los más incondicionales.
- Sitúa su propia figura en el centro de toda narrativa, incluso cuando las señales externas nada tienen que ver con él.
- Reacciona a cualquier crítica, reforzando aún más su interpretación del mundo hostil, encerrándose en un círculo de retroalimentación.
- Transforma su incapacidad para discriminar lo cierto de lo falso en una certeza defensiva: la certeza de que todo está manipulado, salvo su propia versión de los hechos.
Estos cinco rasgos describen con inquietante precisión el modo en que Pedro Sánchez está afrontando el actual colapso moral y político de su entorno más íntimo.
En lugar de asumir responsabilidades, pedir explicaciones o al menos suspender temporalmente a quienes están bajo investigación por corrupción o tráfico de influencias, el presidente responde con un relato de acoso generalizado.
No pudo ver lo que hacían sus colaboradores —Ábalos ayer, Santos Cerdán hoy— porque vivía, según él mismo ha dicho, bajo una campaña sistemática de fango y desinformación que le impedía distinguir los rumores fundados de las intoxicaciones interesadas. Esto lo declaró en la rueda de prensa del pasado martes y a pesar de la importancia de esta confesión como respuesta a una periodística, ha sido pasada por alto.
Pero esta explicación, lejos de justificarse como una estrategia de prudencia ante el ruido, revela algo más profundo: un modo patológico de entender el poder. Una lógica paranoica. Y cuando esta lógica se instala en la cúspide del Estado, la democracia deja de ser un sistema de equilibrios y controles para convertirse en un régimen de adhesión emocional al líder.
Primero
Pedro Sánchez interpreta cada acontecimiento adverso —una portada incómoda, una investigación judicial, una denuncia de la oposición, una voz crítica dentro del PSOE— no como parte del pluralismo democrático, sino como piezas de una campaña orquestada para destruirle. Esta lectura convierte cualquier oposición en sospechosa, y todo fallo interno en fruto de una guerra externa. La crítica deja de ser legítima: es «lawfare», es «fango», es «odio».
Segundo
Esta percepción de cerco constante genera una desconfianza extrema hacia los elementos intermedios: los jueces están politizados, los periodistas son manipuladores, los fiscales están infiltrados. En este clima, la única fuente fiable es el propio presidente y su círculo estrecho. Los demás, incluso los militantes del partido que señalan irregularidades, son peones involuntarios del enemigo. La desconfianza se vuelve estructural.
Tercero
El tercer rasgo es el egocentrismo simbólico del relato: todo gira en torno a él. La política no se ordena en función de principios, instituciones o programas, sino de estados de ánimo del líder. Si está dolido, se paraliza la agenda. Si se siente vindicado, se reactiva. Si su esposa es investigada, se convoca una rueda de prensa emocional. La figura presidencial se convierte así en el núcleo emocional del sistema, lo cual es incompatible con cualquier concepción republicana del poder.
Cuarto
La lógica paranoide es autoconfirmatoria: cada nuevo indicio de corrupción es interpretado como prueba de que el sistema entero le quiere destruir. La crítica valida la persecución. Y la persecución justifica no corregir errores, sino blindarse. Ahora el último culpable son los Guardias Civiles que filtraron el informe, no lo que el informe constata. El presidente no investiga a los suyos, no limpia su entorno, no rinde cuentas: se protege, se reafirma, se victimiza. Esta espiral es devastadora para la salud institucional.
Quinto
Esta paranoia se presenta como lucidez. Sánchez afirma que nadie más que él ve con claridad las verdaderas intenciones de sus adversarios. El problema no es que se le engañara: es que el ruido se diseñó para impedirle ver. Esta excusa traslada la responsabilidad desde los hechos a los marcos. Ya no importan las pruebas, sino el relato. Así, se consuma la ruptura con la realidad: la política ya no trata de gobernar, sino de narrarse a sí misma como resistencia.
Este síndrome de “poder sitiado” no es nuevo. Líderes de distintas épocas y colores han caído en esta trampa. Lo novedoso en Sánchez es que ha convertido esa lógica paranoica en una técnica permanente de gobierno. No se trata de un desliz ocasional ni de una reacción desbordada: es su forma de habitar el poder. No corrige: acusa. No escucha: desconfía. No distingue entre error y ataque: lo mezcla todo en una niebla tóxica que solo él parece saber interpretar.
Cuando el jefe del Ejecutivo deja de discernir entre el interés general y su supervivencia personal, el sistema democrático entra en zona de peligro. La corrupción ya no es solo un problema ético: es un síntoma de ceguera institucional. Si el líder no puede ver lo que hacen sus hombres de confianza, o si se niega a verlo, ya no es cuestión de fango. Es cuestión de integridad. Y si su única defensa es que todo el mundo está en su contra, entonces el problema no es el mundo: es él. Y debe de dejar de serlo por el bien de todos; debe irse a casa a descansar.
Sánchez afirma que nadie más que él ve con claridad las verdaderas intenciones de sus adversarios. El problema no es que se le engañara: es que el ruido se diseñó para impedirle ver Compartir en X