En un contexto ya marcado por el desgaste político, el reciente informe de la Unidad Central Operativa (UCO) sobre los presuntos casos de corrupción vinculados a figuras clave del PSOE —Santos Cerdán y José Luis Ábalos, ambos en estrecha relación con el exasesor Koldo García— ha desatado una tormenta política de proporciones históricas.
No se trata solo de la gravedad de los hechos, sino del modo en que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha decidido enfrentarlos: blindando su cargo, ignorando la exigencia de transparencia, y anteponiendo su continuidad a cualquier consideración democrática.
La negativa de Sánchez a someterse al juicio de las urnas, pese a los escándalos que afectan directamente a su entorno, no solo profundiza el descrédito institucional, sino que crea una situación sin precedentes: un sistema político que, incapaz de ofrecer una alternativa clara dentro del marco parlamentario, deja la democracia herida de muerte.
No es únicamente la ausencia de explicaciones —reiterada y deliberada— lo que provoca alarma, sino la asunción acrítica de esta actitud por parte del PSOE y sus socios de gobierno. Han adoptado, como dogma de supervivencia, la falacia de que la oposición no puede ser alternativa de gobierno, desnaturalizando así la esencia misma del sistema democrático.
Este escenario trae ecos amargos del declive de la Segunda República, cuando la negativa de los partidos gobernantes a aceptar una alternancia legítima —la entrada de la CEDA en el gobierno tras ganar las elecciones— precipitó la crisis del régimen, que desembocó en la Guerra Civil.
Hoy, la negativa a reconocer el derecho a la alternancia y el uso partidista de las instituciones sugiere un paralelismo inquietante: no por reproducir literalmente el pasado, sino por reeditar sus lógicas destructivas en un contexto muy diferente.
La sociedad española es una sociedad desvinculada, imposibilitada para enfrentamientos a vida o muerte, pero no está, sin embargo, blindada contra el deterioro democrático. La pérdida de cohesión, bienestar y prosperidad derivada de un sistema político en descomposición es una amenaza real. Sin un sistema funcional, lo que se erosiona no es solo la gobernabilidad, sino la confianza misma en el proyecto colectivo de país.
El escándalo de las comisiones ilegales asociadas a obras públicas, que habría pasado de Navarra al conjunto del Estado, apunta a una estructura de financiación paralela que, según los indicios, beneficiaba presuntamente al PSOE. La diferencia entre el volumen de las obras adjudicadas y el bajo monto de las comisiones investigadas sugiere la existencia de una “comisión madre”, una cifra ausente que podría haber alimentado las finanzas del partido. Los intermediarios —Koldo, Ábalos y otros— solo serían piezas de un engranaje más amplio.
Es aquí donde la figura de Sánchez adquiere una centralidad difícil de eludir.
Si sabía lo que ocurría, su responsabilidad es inexcusable. Pero si no lo sabía, el panorama no mejora: revela una ceguera política incompatible con el cargo que ostenta. ¿Cuántas otras corrupciones, decisiones o pactos se están cocinando fuera de su control? ¿Cuánto más puede fallar quien ha demostrado no saber lo que ocurre bajo su propio techo?
Lo que está en juego no es solo el futuro del PSOE, sino la estabilidad del sistema político en su conjunto. La suma de partidos que sostiene al Ejecutivo comparte la responsabilidad de justificar una permanencia basada en el rechazo a convocar elecciones, y en la idea de que cualquier alternativa —el PP, con o sin Vox— sería peor que un gobierno corrupto. Esta lógica perversa, donde el fin justifica todos los medios, es el síntoma más grave de una partitocracia que ha sustituido al interés general por la supervivencia sectaria.
Así se entierran los restos de la credibilidad institucional en España. Según las encuestas, la política ya sufría una valoración pésima por parte de la ciudadanía; ahora, podría quedar sepultada.
Este deterioro puede desembocar en dos escenarios funestos.
El primero: que Sánchez se imponga no por respaldo popular, sino por una nueva alianza parlamentaria, reforzada mediante cambios normativos que faciliten mayor representación a partidos minoritarios afines. El modelo se asemejaría al del PRI mexicano: un “partido Estado” orbitado por satélites ideológicos que le dan una falsa pluralidad. Bajo esta arquitectura, el control del Tribunal Constitucional, de la Fiscalía y del aparato judicial no sería una aberración, sino el sello de una democracia simulada.
El segundo escenario, una repetición de la inestabilidad: un gobierno del PP sostenido por Vox, que provocaría una reacción virulenta de la izquierda política y sindical, y la reactivación del independentismo como elemento de agitación, aprovechando las torpezas del nuevo Ejecutivo. La historia podría repetirse, no como tragedia, sino como farsa peligrosa.
La única salida digna —y todavía improbable— sería una movilización cívica ajena al juego de partidos, un movimiento de regeneración que imponga una nueva ética pública. Una insumisión democrática, capaz de marcar un nuevo rumbo. Pero de momento, esa esperanza apenas se vislumbra entre las ruinas.
No es únicamente la ausencia de explicaciones —reiterada y deliberada— lo que provoca alarma, sino la asunción acrítica de esta actitud por parte del PSOE y sus socios de gobierno Compartir en X