No resulta fácil hablar de la tolerancia, como actitud positiva, porque estamos hablando de un valor que tiene diferentes grados, y que llega a su extremo opuesto, que es la intolerancia.
Esta puede tener también aspectos positivos, cuando lo que no toleramos es que los derechos humanos no sean respetados.
Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de tolerancia?
Habría lo que podríamos llamar la tolerancia activa, que presupone el respeto profundo a la diferencia, la comprensión de esta diferencia, ya sea cultural, lingüística, religiosa … y ponerse en la piel del diferente, reconocer la angustia que han de sufrir al quedar en minoría en medio de un conjunto, que no siempre los recibe de forma adecuada.
En el otro extremo habría una tolerancia más pasiva, que acepta la presencia del diferente, pero a cierta distancia, y si puede ser en otro barrio, mejor. Su presencia sólo nos acomoda, en trabajos subalternos, para que quede claro quién está por encima de quien.
Pero bajo la capa de la tolerancia, a menudo privamos la necesaria intolerancia ante determinados comportamientos. Hay que ser intolerante, ante toda forma de exclusión social por razones de raza, de género, de opción política … Pero la intolerancia de lo que es intolerable, es una intolerancia necesaria, para que no salga la indiferencia, la inhibición de lo que nos afecta a todos.
La protesta ante lo que no es justo, debe tener unos caminos cívicos, que no deben admitir la violencia ni la extorsión. Debe buscar el camino del diálogo, pero cuando éste no es escuchado, entonces hay que visualizar esto, pero de una forma que no perjudique el buen funcionamiento del conjunto.
Porque si el daño causado por la injusticia, le añadimos el mal causado por la extorsión, como puede ser el corte de calles, el corte de carreteras, o vías de ferrocarril, entonces añadimos al primer mal, la molestia del segundo mal. Resultado: doble castigo para el ciudadano.
Pero deberíamos hacernos una pregunta de difícil respuesta: A las nuevas generaciones de inmigrantes, qué educación y qué cultura debemos darles, la suya o la nuestra.
Otros países con más experiencia de esta realidad, como Francia o Alemania, recomiendan costumbres y cultura del país de acogida en la escuela, y la cultura de los colectivos inmigrantes, en el ámbito familiar. Pero en las fiestas escolares, todo el mundo puede expresar y celebrar con alegría, los signos de su propia identidad.
Una obra de Immanuel Kant , «La Paz perpetua», que habla del derecho de la gente, dice que el mundo vivirá en paz el día que cuando salimos de nuestra tierra, no seamos recibidos como extraños, sino como huéspedes bienvenidos.