La Fundación Arrels, la conocida entidad dedicada a ayudar a la gente sin hogar, tiene este año importantes problemas económicos porque sufrirá un déficit en 2022 de 750.000 euros, fruto de las crecientes necesidades derivadas del aumento de gente que vive en la calle o en condiciones muy precarias.
El presupuesto de Arrels es de más de 5 millones de euros, de los cuales más de un 70% provienen de ayudas privadas, mientras que la Generalitat y el Ayuntamiento aportan el 30% restante. Aquí ya es necesario hacer una llamada de atención, porque esta proporción de ayuda pública podría considerarse razonable en principio, si no se tratara de una entidad que trabaja exclusivamente para atender unas necesidades tan vitales como son la de la gente que permanece en la calle; la peor de las pobrezas.
Asimismo, existen otras entidades con presupuestos ideológicos, como por ejemplo todas las que se mueven en el ámbito en el que estaba situada Ada Colau antes de ser alcaldesa, en las que la subvención pública rebasa ampliamente el 50%. Es decir, son organizaciones que en realidad funcionan gracias a las rentas públicas. Este hecho en el marco de los recursos escasos es inaceptable, porque pospone lo necesario a los intereses de grupos ideológicos.
Para hacerlo más gordo, según ha declarado el nuevo consejero de derechos sociales, Carles Campuzano, no se sabe exactamente la gente que vive al raso, en infraviviendas o barracas. Reconoce que «nuestro sistema de servicios sociales no dispone de datos buenos». Pues ya me dirá, después de tantos años y tanto presupuesto y tantos funcionarios no saben cuál es la dimensión de la gente más pobre entre los pobres de Cataluña. La anterior consellera, Violant Cervera, se aventuró a dar la cifra de 60.000, entre gente que vivía en la intemperie, en albergues de solicitantes de asilo, barracas, naves o espacios inadecuados como vivienda.
Mientras, la ley que presentaron conjuntamente con Arrels, Cáritas, la comunidad de St. Egidi y San Juan de Dios Servicios Social, y que fue aceptada por el Parlamento, sigue una tramitación lentísima. Esta iniciativa de 2022, si el ritmo no cambia, ¡con suerte quedará aprobada a finales de este año y consideran que tardarían 2 años más, es decir hasta 2025, para proporcionar espacios dignos para vivir 2.000 personas!
En total habrán pasado 4 años para lograr el objetivo de resolver una necesidad vital a tan solo 2.000 de los 60.000 que la propia administración considera que viven en condiciones de vivienda extraordinariamente difíciles.
Ciertamente, no vamos bien y no es por falta de dinero. El Ayuntamiento de Barcelona en 2023 dedica 408 millones a Serveis Socials y la Generalitat 2.400 millones para toda Cataluña, claro. Y el Estado, más de 6.000 millones para toda España. ¿Cómo es posible que con esa cantidad de dinero, aspectos tan elementales como los de la gente que vive en la calle no estén más resueltos?
La respuesta es muy concreta. Mientras que la gran mayoría de recursos de Arrels o de Cáritas se dedican a la finalidad de ayudar a la gente, con servicios, bienes y ayudas económicas, gran parte de los presupuestos públicos son consumidos por la misma administración para pagar a funcionarios, contratados, adquirir servicios y bienes, publicidad, pagar estudios, etc. La relación entre cada euro presupuestado para fines sociales y lo que realmente llega a la gente es escandalosamente baja. No se actúa para resolver la pobreza, sino que la burocracia se limita a gestionarla o, para ser más exactos, sacudirla. Si ese mismo criterio se aplicara a la salud pública, y los recursos sanitarios no tuvieran por objeto mejorar el estado de salud de la población, sino sencillamente gestionar la enfermedad, la escandalera sería monumental.
Y todo esto considerando que además, tanto la Generalitat como el Estado, por su cuenta y sin coordinación entre ellos, tienen ayudas que teóricamente van a parar a la gente más necesitada. La Generalitat la Renta Mínima Garantizada (RMG) y el Estado el Ingreso Mínimo Vital (IMV). Pero en la práctica estas dos ayudas constituyen además de un ejemplo de falta de coordinación, un verdadero lío burocrático.
En el caso de Cataluña, esto se traduce en que solo el 13% de la población que vive en condiciones de pobreza extrema es potencialmente beneficiaria del IMV. Es la cifra más baja de todo el estado junto a Castilla la Mancha y Baleares. Navarra, la mejor, está en el 53% y Madrid se sitúa en la media española del 19%. Es una situación escandalosa que interpela al gobierno y al Parlament de Catalunya.
Pero es que en cuanto a la RMG, la propia de la Generalitat, sólo llega al 9,4% de la población en riesgo de pobreza y al 32% de las personas que viven en condiciones de privación material extrema, que son el 6% del total de la población.
Todo iría mucho mejor si el Ayuntamiento, la Generalitat y el Estado simplificaran radicalmente la burocracia, redujeran personal, hicieran más accesibles las ayudas y traspasaran los recursos que ahora desperdician a las entidades que se dedican a actuar sobre la pobreza y que hace décadas que demuestran su eficacia y eficiencia.