La respuesta se llama turismo. Es cierto que el turismo tiene un peso importante en el PIB catalán del orden del 12%, pero esta magnitud no expresa realmente su impacto, porque como es lógico sólo contabiliza toda su actividad, pero si el visitante coge un taxi , se compra un helado, los hoteles se abastecen de víveres, las tiendas venden productos a estos visitantes, y así sucesivamente, se genera toda una demanda que no aparece nítidamente reflejada en el PIB. Los millones y millones de personas que han acudido cada año de unos días a unas semanas, han casi desaparecido, y todo ello resta mucho más que la cifra de PIB. Seguramente una mirada desde las tablas input-output aportaría una radiografía más completa.
Aunque nos consideramos un centro industrial y tecnológico, la realidad es que la actividad por excelencia de Cataluña, en cuanto a su dinámica de crecimiento y en la comparación internacional, es el turismo. Quizás tiene un punto de exageración, pero el informe para 2020 del McKinsey Global Institute The future of work in Europe, que califica las regiones de Europa en función de una clasificación económica específica, sitúa las cuatro provincias catalanas, junto con Baleares, Alicante, Málaga y el Algarve en Portugal, en el marco peninsular, como reductos turísticos en el grupo de economías estables. Estamos fuera, por tanto, de lo que el informe califica como hubs de crecimiento dinámico, que en la península sólo incorpora Madrid. Tampoco entramos en la clasificación de centros manufactureros de alta tecnología, ni de metrópolis diversificadas. Repitámoslo: según la visión de este informe, Cataluña es un reducto turístico.
Se pueden discutir las bases que han dado lugar a este tipo de conclusión, pero en cualquier caso sirve para remarcar lo que se decía al principio: la dependencia extraordinaria del turismo.
En 1961 Cataluña contaba con 35.000 plazas, sin contar los campings. En 1971 había crecido hasta las 140.000. Es el mayor crecimiento de toda nuestra historia turística. En 1992, con los Juegos Olímpicos, llegamos a las 229.000 plazas, que son muchísimas, pero el crecimiento con relación a la década anterior, 1981, fue de 69.000. Después, la dinámica ha continuado, en 2018 se llegó a las 313.000 plazas a las que hay que añadir, y que no figuran en la cuenta anterior, 272.000 plazas en campings, 92.000 en apartamentos turísticos legales y 20.000 en turismo rural. En total 700.000 plazas. La multitud de personas y actividades que viven en torno a este turismo es extraordinaria.
En Barcelona, que ha tenido un crecimiento más reciente, el efecto turístico está muy concentrado. En 1985 sólo tenía 15.000 plazas hoteleras, que no llegaban ni de lejos al 10% del total catalán. Actualmente supera las 70.000 plazas.
De todos modos, con este crecimiento, que para algunos es grande y para otros es desmesurado, hay que considerar que el turismo en el mundo todavía ha crecido más rápido. Cuando aquí apenas empezábamos el año 1964, Cataluña representaba el 2,47% del turismo mundial. En la década actual, sólo representa el 1,55%. Para hacerse una composición de lugar, vale la pena recordar que Cataluña representa como orden de magnitud el 0,1% de la población mundial en cifras redondas. Esta minoración se debe a la entrada en juego del turismo de lo que para nosotros serían países «exóticos», porque, a escala europea, Cataluña es la primera región. En términos de NUTS 2, que es la clasificación para grandes regiones de Europa, el primer lugar corresponde a Cataluña, seguido de la Provenza-Alpes-Costa Azul y, en tercer lugar, el Véneto.
El Valor Añadido Bruto (VAB) del turismo catalán es similar al de toda Grecia. El punto débil: la falta de progreso de la productividad de los puestos de trabajo desde 2003.
Con esta radiografía de urgencia, porque no hay buenos estudios actualizados sobre el impacto real del turismo, es fácil constatar que el país en general, y Barcelona en particular, sufrirán mucho, y que sus efectos irán más allá de los dramáticos cierres y despidos que se producirán en el sector.
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