Colau ha logrado un hecho espectacular: volver siempre al mismo punto, moverse en un círculo vicioso. Esta triste realidad se hace evidente en el momento en que resucita el turismo en Barcelona. Había huido con la covid y ahora ha vuelto de una forma espectacular.
El año pasado visitaron la capital de Cataluña 4,5 millones de turistas, algo así como 3 veces su población. Y eso evidentemente nos parecía muy poco, porque en el 2019 habían sido la arrolladora cifra de 12 millones. Automáticamente en la medida en que esta Semana Santa y los primeros fines de semana de la primavera demuestran que el turismo ha vuelto con fuerza, se han reproducido los conflictos. Cuando las plazas de los hoteles han llegado a estar ocupadas en un 85%, los problemas se han vuelto a hacer evidentes, aunque más que las plazas hoteleras, son la variable independiente del apartamento turístico, donde está la raíz del problema que tiene en el low cost su punta de lanza.
El exceso de turismo, o su falta de regulación, o la abundancia del low cost amarga la vida cotidiana de los vecinos de Barcelona concentrados en unos barrios concretos, como son el Gòtic, el Raval, la Barceloneta, y genera aglomeraciones propias del Metro en hora punta en las áreas emblemáticas de la ciudad.
Han vuelto las rutas de la borrachera, han vuelto las fiestas en los pisos turísticos, la ocupación y las prácticas incívicas del espacio público. Nada ha cambiado. La pregunta es qué ha hecho Colau en estos 2 años para conseguir reorientar el turismo. La respuesta es evidente: nada.
Lo más lamentable del caso es que ella se presentó por primera vez bajo dos banderas: la del exceso de turismo que destruía los barrios, y la falta de vivienda. Han pasado los años y los problemas siguen igual y ahora empeoran porque a todo este proceso, se añade la degradación urbana que acerca cada vez más Barcelona a una imagen marsellesa y, en algunos barrios, napolitana, y que al mismo tiempo ha entregado todo el centro de la ciudad a la homogeneidad de las franquicias internacionales, mientras que el comercio propio y la tradición, lo que da consistencia a una urbe, se bate en retirada. Nunca como ahora Barcelona había estado en manos de los grandes grupos internacionales.
La que gobierna no es la izquierda transformadora, sino la izquierda caniche y si esto ocurre con el turismo y la vivienda, el círculo vicioso también se hace presente en muchos otros aspectos. El botellón es otro caso de impotencia municipal, como lo es la extensión creciente de la infravivienda, o los grandes agujeros urbanísticos, como la cobertura de la Ronda de Dalt o la solución para una degradada vía, en un pasado reciente tan céntrica, como la Ronda de Sant Antoni.
Colau no aporta soluciones y al mismo tiempo presenta los inconvenientes acelerados de los cargos que viven rodeados por sus propios adeptos que les alejan de la realidad. Su discurso, cada vez más agresivo contra quienes discrepan de ella, se sitúa en planteamientos muy alejados de los problemas de la vida cotidiana de la ciudad. El feminismo agresivo, las identidades de género, los transexuales, éste es el único terreno en el que parece que Colau se mueve con comodidad, pero claro no arregla las dificultades que se encuentran en el funcionamiento diario de Barcelona sus vecinos y los que vienen a trabajar.