La Gran Guerra europea de 1914 supuso el fin del periodo de esplendor imperial que arranca en 1875. Después vendría la destrucción de Europa, porque a aquel conflicto bélico le siguió el de 1939-1945 y la creación de un orden nuevo, con la formación de dos bloques político-militares, El Pacto de Varsovia, y la OTAN, que dividían lo que antes era uno. En medio de las dos guerras, acentuado el desastre, el Crack de 1929, y la “Gripe Española” entre 1918 y 1919, que mató a millones de personas.
De la Europa hundida, que narra Ian Kershaw en Descenso a los infiernos: Europa 1914-1949, surgió algo histórico, espectacular: la unión de los eternos enemigos, alemanes y franceses, que venían ensangrentando el continente con sus guerras desde Napoleón. Esta paz permitió la formación del núcleo duro europeo con Italia y el Benelux, un territorio que en su mayor parte reproducía los límites de la antigua Lotaringia, el reino medieval sucesor del Imperio carolingio.
El Tratado de Roma de 1957, y sus posteriores “30 gloriosos años”, configuraron la Europa que hoy conocemos, y de la que somos herederos y deudores, como lo somos de la visión política que lo hizo posible. La de Schuman y Monet en Francia, De Gasperi en Italia, y Adenauer en Alemania. Después, con el paso de los años y la desaparición de grandes líderes europeos, el legado se esfumó, y Europa, siguiendo una ley que parece inexorable -aunque nada lo es en la condición humana, salvo la muerte-, fue ganando en insignificancia y en dependencia de unos Estados Unidos cada vez más desequilibrados internamente, e inciertos en política internacional, como lo constata el abandono de Siria por parte de Obama, y la huida de Afganistán de Biden.
El resultado de todo ello, sumado a los miedos históricos rusos y su desconfianza hacia occidente, ha conducido a la guerra de Ucrania, que si sigue encadenando desaciertos nos puede llevar a lo peor, a un escenario nuclear. La razón es muy simple. Rusia no es una gran potencia militar, y su gasto es de segundo orden, 66.840 millones de dólares (constantes de 2019). La OTAN dispone de 1,09 billones de dólares. La comparación lo dice todo. Francia, Alemania y el Reino Unido gastan 161.620 millones, y Estados Unidos 776.580 millones. De hecho, solo el Reino Unido ya casi se equipara con Rusia (puede encontrar la fuente aquí).
Rusia no está en condiciones de mantener un pulso bélico, excepto si pone encima de la mesa aquello en lo que sí es una gran potencia: los misiles con carga nuclear, algunos ya subsónicos, mucho más difíciles de interceptar por Estados Unidos. En el caso de Europa, tal sofisticación ni se requiere.
Este terrible último escenario seguramente no llegará, pero hay que exigir a nuestros políticos que no den más pasos hacia él. Ucrania solo tiene una solución amistosa, y es la que siguió Finlandia después de dos guerras, dos, con la URSS, de las que salió sin ocupación, cediendo la Karelia finesa, y con unos acuerdos económicos que han sido beneficiosos para ambos países. Pero de momento la cosa no va por ahí y esto puede terminar como una maldición.
Una maldición que se añadiría a las que venimos viviendo en el siglo XXI: la Gran Contracción del 2008, de la que nos estábamos recuperando cuando surgió la pandemia, otra crisis que acentuó lo estresado. Y cuando no nos hemos rehecho de esta -España va en el furgón de cola de la recuperación- llegó el aumento del coste del gas y del petróleo y con ellos la inflación, además de los desajustes logísticos y de aprovisionamiento (como en el caso de los microchips), que no figuraban en el programa de recuperación. Crisis económica semejante en impacto a la del 1929, pandemia mortífera pero menos que la Gripe Española. Ahora solo nos faltaría una guerra demoledora para liquidar definitivamente a Europa.
Porque además, la tarea que debería ocupar nuestros esfuerzos es muy grande. ¿Es necesario recordar que los PIB per cápita de China, Eslovenia y Letonia ya superan al español, y que las denostadas Polonia y Hungría, aunque a distancia, se acercan aceleradamente?
Y si de las cifras macro pasamos a cuestiones vitales, el Índice de Justicia Social de la UE y de la OCDE nos permiten conocer la deficiente situación española. En términos globales de los 41 países de la UE y los restantes de la OCDE, ocupamos el lugar 28, pero en relación con el acceso al mercado de trabajo nuestro lugar es el penúltimo, y en solidaridad intergeneracional el 33.
La comparación en una debilidad social tan sensible como es la pobreza resulta reveladora. Porque no se trata de que estemos mucho peor que los países nórdicos o Alemania, sino que, comparadas con las rezagadas, pero emergentes, Hungría y sobre todo Polonia, el balance es penoso. En España la población en riesgo de pobreza en el 2019 era del 14,6%. Había crecido un punto y medio porcentual (p.p.) en la última década. Pero en Polonia solo el 9% de su población se hallaba en tal situación y la había reducido 1,2 p.p. en el mismo periodo de tiempo. Hungría presentaba incluso un dato algo mejor: un 8% de población en riesgo de pobreza.
Y si de la pobreza global pasamos a la pobreza infantil, el resultado español es francamente malo. Ya no se trata de ocupar el lugar 27, sino que caemos hasta el 34, y el porcentaje de población afectada es del 19,1%. Polonia por su parte ocupa un lugar “nórdico”, el sexto puesto, y solo una población infantil afectada del 7,2%, cuando en 2009 era del 14%, mientras que Hungría ocupa el lugar 13, y su porcentaje de pobreza infantil es del 10,8%, algo superior al del 2009 que era del 9,9%.
Esta rápida ojeada al escenario internacional y a las urgencias internas nos dice que hoy la tarea vital en Europa es construir la paz. Y esto siempre exige negociar y pactar, sabiendo que, en todo acuerdo, te dejas una parte, la menor posible, de tus deseos actuales.
Artículo publicado en La Vanguardia