¿Son los padres y madres menores de edad para Sánchez? El feminismo estatal que infantiliza a todos

Los permisos de maternidad y paternidad han vuelto a ser ampliados. Una semana más, una decisión más. Y con ella, una nueva muestra de hasta qué punto este Gobierno legisla no en función del interés del hijo —que debería ser el único sujeto protegido en este caso—, sino al dictado de una ideología concreta: el feminismo estatalizado.

Porque aquí no se trata de favorecer la conciliación ni de garantizar la protección de la infancia. Se trata de imponer que el tiempo de cuidado se reparta, por norma, en partes iguales entre el padre y la madre. ¿Por qué?

Porque según el dogma que guía estas políticas, cualquier otra opción sería sospechosa de perpetuar roles de género. Poco importa si esa igualdad forzada va en contra del bienestar del niño, que en sus primeros meses necesita de la madre de una manera más intensa, natural y directa.

No se trata de una opinión: se trata de una evidencia antropológica y biológica. Es la madre quien ha llevado al hijo en su seno, quien lo ha sentido y comprendido desde dentro, y quien está mejor dotada, en la mayoría de los casos, para satisfacer sus necesidades más inmediatas. Ignorar esta realidad no es progresismo, es dogmatismo ideológico.

dos adultos responsables no pueden decidir libremente cómo repartirse el tiempo de crianza de su propio hijo.

Y, sin embargo, el mismo Gobierno que permite que un menor aborte sin el consentimiento de sus padres, o que una persona cambie legalmente de sexo con una simple declaración verbal en nombre de la “autodeterminación”, considera que dos adultos responsables no pueden decidir libremente cómo repartirse el tiempo de crianza de su propio hijo. Ahí no hay autodeterminación que valga.

Si una adolescente puede tomar decisiones vitales sin contar con nadie, ¿por qué una pareja no puede acordar que sea la madre —o el padre, si así lo deciden— quien se quede más tiempo con el bebé? ¿Por qué, precisamente en este ámbito tan delicado y personal, se impone un reparto simétrico por decreto?

La respuesta es inquietante: porque detrás de esta política hay una desconfianza estructural hacia la figura del padre.

La ideología dominante parte del supuesto de que, si no se obliga al hombre por ley, acabará imponiéndose siempre sobre la mujer. Así, el Estado se erige en tutor permanente de la mujer, tratándola como una menor de edad incapaz de negociar en igualdad con su pareja.

Esta visión no solo infantiliza a las madres, sino que carcome por dentro la confianza entre los miembros de la pareja. Introduce el prejuicio en el corazón del hogar. Y lo hace en nombre de una supuesta emancipación que, paradójicamente, solo se logra a través del control absoluto del Estado.

No se puede defender la autodeterminación cuando conviene, y negarla cuando resulta incómoda. No se puede tratar a los padres como adultos solo cuando hacen lo que el poder considera correcto. Esta incoherencia revela el verdadero rostro del feminismo institucionalizado: desconoce al hijo como sujeto prioritario, desconfía de la libertad adulta y convierte la igualdad en una caricatura de sí misma.

Porque la realidad es que  el feminismo institucional nos discrimina a todos. Durante décadas, el feminismo defendió con razón la equiparación de derechos entre hombres y mujeres. Pero una vez alcanzada esa meta legítima, se ha transformado en una ideología que, cuando alcanza el poder, no emancipa: impone, reprime y discrimina. Esta es la realidad que vivimos hoy en España, especialmente en Cataluña y en otras partes de Europa.

El Ayuntamiento de Barcelona ha anunciado plazas reservadas para mujeres en convocatorias públicas para la Guardia Urbana (como antes hizo Illa en la Generalitat). La medida discrimina por triplicado: contra los hombres, contra los ciudadanos que confían en un sistema basado en el mérito, y contra las propias mujeres que no necesitan cuotas porque ya superan las pruebas por sus capacidades.

Estas políticas generan cuerpos policiales de primera y de segunda: unos que superan todas las exigencias, y otros que acceden con el listón rebajado solo por ser mujeres. Eso empobrece la institución y deslegitima a las mejores. ¿Se atreverían a establecer cuotas con los médicos de la sanidad pública? ¿No? Pues con igual o mayor motivo para la policía y los bomberos, que están para garantizar un resultado difícil y no para constituir una muestra representativa de la población.

No se trata de un caso aislado. En la policía autonómica se impone un 40 % de mujeres, pasen con el nivel que pasen. Mientras tanto, hombres con mejor preparación se quedan fuera. Y nosotros, los ciudadanos, lo pagamos. Literalmente: con nuestros impuestos financiamos servicios de seguridad potencialmente menos eficaces en nombre de un feminismo mal entendido.

La brecha salarial, otro mantra habitual, se explica sobre todo por la maternidad y por la elección de sectores o jornadas menos exigentes. Si hay pocas mujeres en una profesión, se exige feminizarla; si hay pocos hombres, no pasa nada. ¿Los chicos abandonan más los estudios? Da igual: son hombres.

Este doble rasero llega al absurdo cuando se justifica el aborto como un derecho derivado de la “igualdad con el hombre”: si él puede irse de “rositas”, ella también debe poder hacerlo. Pero eso no es igualdad, es una tragedia disfrazada de libertad.

Este feminismo ideológico ya no lucha por la justicia, sino por mantener su hegemonía. Y los jóvenes lo perciben: se sienten discriminados, vistos con recelo, culpables solo por ser hombres. ¿Qué esperaban? ¿Que lo aplaudieran? Luego se extrañan y culpan a las redes, como si todos los que se rebelan a la arbitrariedad fueran imbéciles.

¿Pueden decidir los padres sobre sus hijos? No, si el Gobierno les impone la distribución del tiempo de la crianza por decreto. #FeminismoInstitucional #LibertadFamiliar Compartir en X

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