«Debemos saber quién hemos sido y quiénes somos si queremos construir un edificio aceptable dentro del gran marco de la sociedad occidental a la que pertenecemos por filiación directa desde el tiempo de los carolingios». Esta frase, con la que Vicens Vives abría Notícia de Catalunya, ha sido como una especie de paradigma para la cultura catalana a lo largo de más de medio siglo. Si la necesidad de conocernos era cierta en la década de los cincuenta del siglo pasado, hoy vuelve a serlo para salirnos –si es que históricamente es posible– del bajón colectivo en el que nos hemos metido. «De lo que se trata es de que nuestro bien y nuestro mal no tenga secretos y medir el acierto o el error en el trabajo hecho» .
Necesitamos recuperar esta sabiduría colectiva porque disponer de autogobierno nos hemos perdido. Nos hemos perdido tanto que la propia expresión de Vicens Vives, sociedad occidental, filiación directa de carolingios, irrita la piel de un buen puñado de gente, de políticos, escritores y gente de notoriedad mediática –un grupo social hoy determinante. Pero si Cataluña es una comunidad en la historia y no un producto de diseño de hace cuatro días, necesitamos reflexionar desde ella, sobre ella y toda ella, para entender quiénes somos.
Necesitamos recuperar quién hemos sido, qué hemos hecho, para saber quiénes somos, asumir nuestras fuerzas y ventajas, también los graves defectos y carencias, para dotarnos de un nuevo horizonte de sentido que rehaga nuestra energía colectiva, más allá de la simplificación y la politiquería y nos oriente en el andar como pueblo. Más allá de que un simple agregado de individuos en los que la máxima preocupación personal es procurar por uno mismo, y el único síntoma de comunidad es el de procurarse servicios de los poderes públicos.
Un pueblo está en su fundamento otra cosa. Es una comunidad que comparte una esperanza definida. Necesitamos saber volver a ligar la comunidad de memoria con la comunidad de vida y la comunidad de proyecto. Porque sólo de la síntesis fecunda entre ellas surge un pueblo exitoso. El fracaso es una comunidad fraccionada, donde «los de la memoria» van a su aire, «los de la vida» viven al día, y «los del proyecto» se fraccionan en múltiples elucubraciones, sin demasiadas relaciones positivas entre ellos, más allá de la dialéctica del rechazo mutuo.
El primer enemigo a abatir no es externo. Son nuestras debilidades y defectos. La renuncia de algunos de aquellos, que en el pasado se levantaron como hitos del camino. El individualismo desmedido, de la desvinculación y su consecuencia colectiva, el neocorporativismo, la reactividad del “no”, que reúne mientras dura el problema, pero que se desmenuza sin dejar rastro de capital social, la partitocracia que nos ahoga, el hiperconsumismo del consuelo en una sociedad cada día más desigual, y sobre todo, por encima de todo, el gran dogal de lo políticamente correcto, que silencia, castiga, represalia, todo lo que no concuerda con él. La cultura woke que cancela ideas y compatriotas, el feminismo de la guerra de géneros, que transforma en enemigos a la mitad de la población, el ensalzamiento de las identidades sexuales, que fragmenta la nación y los grupos sociales en tribus, a partir de la curiosa razón de con quien prefiere acostarse. Nos hemos perdido y sin rectificar nos perderemos como pueblo. Vamos en camino, a no ser que un profundo renacimiento de lo que somos vuelva a ganar la batalla.
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