No tenía intención de escribir un hilo en Twitter. Mi idea era más bien acercarme a escuchar, tomar cuatro notas, grabar algún plano general y hacer cuatro fotos para un artículo en mi bloc y en los medios en los que colaboro. Y entender el porqué, quién los forma, de dónde salen.
Me fascina la gente joven comprometida con valores que creía perdidos, como las injusticias, la igualdad de las mujeres, la lucha contra el racismo, que se movilizan para evitar un desahucio de una familia sin recursos, aunque a veces se trata de pisos de particulares, muchos de los cuales se han hipotecado para invertir en ladrillo y garantizarles así una vivienda futura para sus hijos.
Pero a la vez me sorprende que mezclen esos mismos valores con la justificación de la violencia, la discriminación por razón de la lengua o la vulneración de las leyes para conseguir la independencia por la vía unilateral. Estar contra el sistema, para un joven, no es un pecado, yo también he sido joven y tuve una época ácrata. Pero nunca le pegué a nadie y como mucho me acerqué a alguna “mani” a correr detrás (y lejos) de los grises. Y aquello era una dictadura. Pegaban de verdad. Era el final del túnel, pero una dictadura. Aún conservo una carpeta de mis 16 años llena de adhesivos con lemas de mayo del 68 y frases de Proudhon y Bakunin. Luego pasé por otras fases para acabar militando durante 20 años en un partido democristiano y catalanista. Comparto esa obsesión por la justicia social y la defensa de los derechos de la persona, en especial de los más débiles. Y la defensa de la cultura catalana, de las tradiciones, de la lengua de Espriu, aunque también de la otra, la de tantos otros catalanes, cooficial y común a todo el Estado. Pero creo que costó mucho recuperar la libertad como para que los que han crecido en una de las democracias más sólidas de Europa (con todos los defectos que pueda tener), vengan ahora a romperlo todo.
Cuando aquel caballero ya talludito (no tanto como yo, pero uno de los pocos que tenía aspecto de antisistema, entre tantas “Converse”, minifaldas y ropa de marca) se lanzó a tocar “Margalida”, de Joan Isaac, dedicada a la novia de Puig Antich, volví a mis 16 años y al momento de estallido de libertad que representó la transición y la muerte de la dictadura. Mientras tanto, una de las chicas de las juventudes de Arran de Sant Cugat (CUP) me explicaba que no podía grabar imágenes en un acto público porque aquello no era una finca pública sino “okupada”. Yo seguía escuchando de fondo la canción. Me la sabía de memoria, igual que el “No és això, companys, no és això” de mi otrora ídolo Lluís Llach. Y recordaba las pegatinas en mi camisa en favor de la llibertat d’expressió cuando censuraron als Joglars, y viajé en el tiempo hasta un concierto de Ramon Muntaner cuando cantaba su “Cançó de carrer” (“apòstols i cabdills, llenceu el crit d’alarma!”).
Salvo el cantante, y alguno más de aquellos chicos, alguno treintañero, creo que nadie más conocía aquella canción. Pero me estaban prohibiendo la palabra, el sagrado derecho a informar de un periodista. Me estaban censurando. No encuentro otra expresión mejor. Veinteañeras de clase media-alta explicándole a un periodista que podría ser su padre (¿cómo tratarán a sus padres?) cómo yo no entendía que les molestaba que les grabara. Y yo desgañitándome intentando explicarles a ellas que estaban equivocadas. “Si quieres grabar, te vas de aquí”, me soltó un tipo con una birra en la mano. Y en efecto, me fui antes de acabar, ya que no me dejaron grabar, para evitar males mayores.
Después de haber publicitado en las redes durante días un acto consistente en un concurso-premio para “señalar” (sic) a “botiflers” (traidores) con nombres y apellidos, alguno de los cuales un exconseller amigo mío, aunque hoy ideológicamente lejano.
Después de haber hecho fotos del acto que ellas mismas colgarían más tarde en las redes, con una nota de prensa explicando solo lo que ellas quieren que se explique. En alguna de las cuales aparecía yo, sin que por supuesto nadie me hubiera pedido permiso.
Después que una youtuber con aspecto de “prepúber” dijera que España está cometiendo un “puto genocidio” con el catalán. Cuando ella misma reconoció que el catalán en las redes “no mola” entre los jóvenes y que son todos unos acomplejados y pusiera a caldo a TV3, donde trabaja y cobra unos buenos emolumentos. O que le parece normal hablarle en catalán a una cajera de un supermercado que acaba de llegar de Latinoamérica en busca de un horizonte de vida, aunque Messi no haya dicho ni una palabra más allá de “Visca Catalunya”, tras 20 años aquí. Que la rabia que ellas sienten lo justifica, aunque hay que intentar no humillarla demasiado.
Que van a bloquear un aeropuerto porque alguien les prometió una independencia que no llega nunca, y ahora están frustradas y reniegan de los propios políticos independentistas que les han conducido hasta aquí. Que se bajan a Urquinaona a quemar contenedores como si fuera un deporte de riesgo, una diversión más para salir de la rutina. Que tienen de todo, pero no son felices. Y que, insisto, les molesta que alguien ejerza un derecho fundamental que parece que desconocen, porque “no cuesta tanto entender que no queremos que nos graben”. “No queremos”. Y si hace falta impedirlo con violencia, cogerte el brazo, tapar la cámara, se impide sin problema. Total, es un “anciano”, un viejo, un “pollavieja” (con perdón, son algunos de los calificativos que me dedicaron después en las redes cuando describí lo que ocurrió). Soy un viejo, aún en los 50, como sus padres, como sus abuelos, muchos de los cuales están desesperados porque no saben en qué se han equivocado.
¿Qué hacemos con esta gente, joven, con aspecto de no haber roto un plato en su vida, que están en contra de todo? ¿Quién les ha metido todo eso en la cabeza?
No, no era això, companys, no era això.