La voz de los obispos, la corrupción del poder y el eco editorial de La Vanguardia

Cuando monseñor Luis Argüello, presidente de la Conferencia Episcopal Española (CEE), alzó la voz para pedir elecciones anticipadas ante la creciente ola de corrupción vinculada al PSOE, no habló en nombre de una ideología, sino desde una convicción: la necesidad de devolver la palabra al pueblo en medio de un bloqueo institucional profundo.

Su llamado no fue aislado ni improvisado. Lo respaldó, con firmeza, el secretario general de la CEE, Francisco César García Magán, quien denunció que “la corrupción es uno de los cánceres de la democracia” y que “el principal elemento en una democracia es que hablen los ciudadanos”.

Pero estas declaraciones, lejos de ser recogidas como una legítima preocupación social y moral, desataron una oleada de críticas por parte del Gobierno.

El ministro Félix Bolaños reaccionó acusando a los obispos de romper la neutralidad institucional y de estar en “comunión espiritual y política con la derecha y la ultraderecha”. Bajo ese prisma, incluso un simple llamado a elecciones podía ser interpretado como un gesto reaccionario. Más aún, se intentó deslegitimar su postura atribuyéndola al supuesto malestar de la Iglesia por las investigaciones de abusos o su rechazo a las terapias de conversión. Todo, menos asumir que hay un problema de fondo que afecta gravemente a la salud democrática del país.

En este marco, La Vanguardia jugó un papel central.

No se limitó a informar, sino que intervino activamente en el relato. El periódico catalán, alineado de manera habitual con las tesis del Gobierno, publicó una pieza de alto contenido político en la que el arzobispo de Tarragona, Joan Planellas, desautorizaba públicamente a la cúpula de la CEE. A través de una entrevista gestionada por Enric Juliana —referente del relato sanchista en la prensa—, Planellas afirmó que “la Iglesia no debe entrar en política” y que las declaraciones de Argüello se habían hecho a título personal, sin representar al conjunto de los obispos.

La maniobra fue clara: desactivar el impacto institucional de las palabras de Argüello presentando una supuesta división interna.

La Vanguardia tituló la pieza como “Obispos catalanes se desmarcan de la incursión política ideada por Argüello”, pese a que ningún otro obispo catalán suscribió la declaración de Planellas. La desproporción entre el hecho y el titular revela una intencionalidad narrativa: diluir el contenido del mensaje episcopal bajo la apariencia de fragmentación y falta de legitimidad.

De hecho, esta tesis del arzobispo de Tarragona, solo fue compartida en declaraciones a página entera en La Vanguardia por el líder del pequeño partido Units per avançar, que constituye un apéndice del PSC. Ramon Espadaler, su líder y consejero de Justicia del Gobierno de Illa, también consideraba que la política no debía dictar a la iglesia lo que debería de hacer, cuando en realidad de lo que se trata en este caso es de qué personas destacadas de la Iglesia dicen en qué ha de consistir la política entendida de acuerdo con la doctrina social. Todo esto es en realidad un juego de espejos en que una misma imagen se refleja más o menos deformada en otra para expresar siempre el mismo resultado en este caso: hoy de elecciones ni hablar, esto es hacer política.

Lo paradójico es que, en su afán por separar a la Iglesia de la política, Planellas incurrió en un error doctrinal de peso. La Doctrina Social de la Iglesia —una de sus enseñanzas más desarrolladas y reiteradas por los últimos papas— afirma que la acción política es una forma elevada de caridad cristiana. Relegar a la Iglesia al margen de los debates públicos, sobre todo cuando se trata del bien común, es un acto de omisión grave. Confundir política con partidismo, o equidad moral con neutralidad pasiva, no solo empobrece el papel de los creyentes en la vida pública, sino que traiciona el sentido cristiano de la ciudadanía.

El silencio que siguió a las palabras de Planellas por parte del resto de la Conferencia Episcopal Catalana fue, en sí mismo, revelador. Mientras unos callaban, otros, como los obispos Ignacio Munilla o Jesús Sanz, respaldaban sin ambages la posición de Argüello. La prensa generalista, sin embargo, se centró en amplificar la “rectificación” catalana, usando La Vanguardia como altavoz privilegiado de la estrategia comunicativa del Gobierno.

En este contexto, la declaración de la Corriente Social Cristiana (CSC) cobró especial relevancia. Con un título elocuente —“Ante la crisis institucional: elecciones y regeneración política ya”— el documento trazaba una radiografía del momento político español: un sistema bloqueado, una partitocracia disfuncional, y un Ejecutivo cada vez más alejado de los principios de responsabilidad y transparencia.

Sin acusar directamente al presidente Sánchez de corrupción, el texto sí le reprocha una “ceguera política” que compromete su capacidad de gobierno. Le recuerda que “gobernar exige saber, prever, vigilar y actuar” y que escudarse en el victimismo no es una respuesta válida frente a los escándalos que socavan la legitimidad democrática.

La CSC va más allá de lo electoral. Llama a una regeneración moral y política, basada en el compromiso cívico, y respalda incluso formas de desobediencia civil si fuese necesario. Reivindica, desde la Doctrina Social, que “la autoridad solo es legítima si se orienta al bien común” y que la corrupción es “una de las señales más graves de la decadencia moral” (Compendio n.º 411). El Catecismo no deja lugar a dudas: soborno, fraude y enriquecimiento ilícito violan el séptimo mandamiento.

En esta línea, lo que La Vanguardia retrató como una “incursión política” fue, en realidad, un ejercicio legítimo de responsabilidad eclesial.

La postura de Argüello no representa una ruptura con la neutralidad, sino un compromiso con el bien común, en coherencia con la tradición de la Iglesia. Como han hecho otras conferencias episcopales en Europa —en Italia frente a la corrupción o en Polonia frente al deterioro del sistema judicial—, la voz de los obispos puede y debe señalar los desvíos éticos del poder.

Porque cuando la corrupción institucional alcanza niveles estructurales, callar no es neutralidad: es complicidad. Y lo que algunos medios, como La Vanguardia, intentan presentar como prudencia, puede no ser otra cosa que servidumbre disfrazada de moderación.

“Cuando los obispos piden elecciones, La Vanguardia responde como un actor político más.” #LaVanguardia #CEE #CorrupciónPolítica #España #EleccionesYa Compartir en X

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