Como europeo siento profundamente la salida del Reino Unido de la UE por una decisión basada en los resultados de un referéndum en el que el 51,9% de los británicos votó a favor de abandonar la UE y el 48,1% en contra. Gran Bretaña, no sólo porque es la quinta economía del mundo, sino también porque a lo largo de la historia europea ha sido uno de los países más importantes de nuestro continente, debería ser un factor básico en el proyecto europeo.
A partir de esta apreciación creo, sin embargo, que en la salida del Reino Unido (RU) de la UE se pueden encontrar aspectos positivos para el proceso de integración europea, porque es un país que desde que ingresó en 1973 en la Comunidad Económica Europea (CEE), no sin haber provocado una fuerte división en su propio Parlamento, lo mismo que ha ocurrido ahora, aunque en sentido contrario, no ha dejado de exigir singularidades que, con razón han molestado a los demás países miembros por crear desigualdades y disfrutar de un trato privilegiado.
Conviene recordar que, desde sus comienzos, lo que atraía a los británicos del planteamiento europeo eran los aspectos económicos de lo que entonces se llamaba CEE y no la creación de instituciones comunitarias integradoras, como más de una vez afirmó la premier Margaret Thatcher. El recurso estratégico con que los fundadores de la CEE recurrieron a la economía para facilitar el acuerdo entre los 6 países, que en 1957 firmaron el Tratado de Roma, fue tomado por los británicos al pie de la letra, pasando por alto la intención principal de crear una nueva comunidad de valores que impidiera repetir las lamentables experiencias, que también afectaron al RU, de las dos guerras europeas del siglo pasado.
No deja de ser significativo que, en sus comienzos, el proyecto europeo no necesitó del RU, pues sólo 3 años después de la aprobación del Tratado de Roma, en 1961, los británicos solicitaron su adhesión y, dados los acontecimientos actuales, se comprende que el Presidente Charles de Gaulle la rechazara, lo cual se volvió a repetir en 1967, demostrando que los fundadores de la CEE encontraban motivos de reserva y no consideraban imprescindible la presencia británica para llevar adelante su proyecto europeo.
Para los que hemos tratado de vivir de cerca este gran proyecto no podemos olvidar las muchas vicisitudes por las que pasó la Gran Bretaña después de su admisión como miembro comunitario.
Sólo dos años después de su ingreso se celebró un referéndum en el que sólo el 67% de los británicos se declaró a favor de seguir por el camino comunitario emprendido. Las gestiones de la Primera Ministra Margaret Thatcher en el período 1979-84, solicitando que se rebajase la contribución económica del RU a la CEE porque la mayor parte de las ayudas se destinaban al sector agrícola, de poca relevancia en su país, es un ejemplo más de la mentalidad con que se integraron en la UE y así se llegó a que en la Cumbre de Fontainebleau se hiciera una nueva excepción en las reglas comunitarias aprobando el famoso “cheque británico”.
Pero donde más se destacó la oposición de Gran Bretaña a una mayor integración política y social fue en 1992 al negociarse en el Tratado de Maastricht, la creación de una Unión Europea con una moneda común, que los británicos no aceptaron, lo cual, en alguna forma, ha facilitado también su Brexit.
Y más recientemente, el pacto entre el premier David Cameron y sus colegas del Consejo Europeo, suscrito en febrero del 2016, incluye una serie de propuestas, que en algunos casos podrían llegar a rozar la incompatibilidad con los principios básicos de la Unión, aunque Cameron no consiguió sacar adelante su intención de crear precisamente un ambiente favorable para que, en el referéndum que iba a convocar, predominaran los votantes contrarios al Brexit. Es un ejemplo más de cómo el RU ha seguido pretendiendo ser un caso excepcional y único en cuanto a su nivel de integración como miembro de la UE.
Fracasados los intentos de Cameron por mantener como miembro de la UE una Gran Bretaña muy diferenciada en relación con los demás miembros comunitarios y realizado por fin el abandono de la UE, a pesar de todos los males que comportará para los británicos y para los ciudadanos de los 27 países comunitarios, convendría fijarse en el bien que puede suponer la ausencia británica para que se fortalezca la UE, como acaban de afirmar los presidentes de las tres instituciones principales de la UE, por desaparecer del escenario comunitario un país que, como brevemente hemos tratado de apuntar, siempre ha sido reticente a la integración total, buscando privilegios y excepciones.
Esperemos que esta lamentable experiencia de que se puede abandonar el proyecto europeo no estimule al populismo eurófobo a seguir su ejemplo, contando además con el apoyo, más o menos disimulado, de Trump y Putin.
No hay que olvidar que ya se han dado otros intentos fracasados de integración europea, como la Unión Monetaria Latina en los años 1865-1927 y la Unión Monetaria Escandinava en el período 1972-1924 .
Por el contrario, y dado que la mayoría de los países que seguimos con el proyecto europeo no tenemos un peso social y económico, comparable al que nos ha abandonado, para conseguir privilegios como los que ha tenido el RU, el predominio de condiciones más homogéneas entre los países miembros facilitará que los responsables comunitarios puedan llevar adelante su intención de una mayor integración y fortaleza en un proyecto, que no es sólo económico, y que permitirá enriquecer la globalización con los principios y valores que fueron la base del origen comunitario.