Dureza y comodidad, simplicidad y majestuosidad, sequedad y frescura, ésta es la contradicción de nuestro entorno mediterráneo.
Despreciado por el verdor, apreciado por la civilización.
¿Qué sombra es mejor que la que puede ofrecer un pino junto al mar en un día de pleno verano?
Qué visión nos acerca más a la naturaleza del Creador que la perspectiva de la caída de las rocas sobre el mar, originando una pequeña cala rodeada de una vegetación agreste y amenazante y toda esa visión bañada por un mar soberano que tantas historias ha protagonizado.
Y en medio de esta postal perfecta, la guinda, que permite acabar de crear un cuadro que ni nuestros mayores se hubieran opuesto a firmar, la ermita de Santa Cristina que el propio Josep Pla catalogó como «la ermita de las ermitas catalanas» y por si no hubiera quedado suficientemente claro, añadía «quizás, lo más exitoso, más gracioso y más espontáneo que ha creado el espíritu de la menestralía catalana.»
Ante tal espectáculo, la única actitud que tiene sentido para uno es tomar conciencia de su pequeñez y dar gracias a quien nos ha hecho el regalo de poder contemplar la perfección.